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Año VIINúmero 347
20 ABRIL 2024

Colegas

Martes, 5 de julio de 2022. Día 6.

Vi al dire Ignacio García bajar de un coche muy pequeñito, un Smart, que quedó aparcado en la puerta de Valdeparaíso como si fuera un anuncio. Enfrente, junto a la fachada de Torremejía, dos furgonetas, una de ellas de una empresa de Villarrubia de traslados medicalizados o algo así. Viene, parece, el alcalde rudo, Mauricio Fernández. Valdeparaíso, Torremejía, la inflación de los apellidos, tan empobrecedora para la mayoría como la otra. O el fetichismo. Son dos edificios preciosos que contribuyen a dibujar el rincón más bello de Almagro, ese que durante años Natalia Menéndez se empeñó en tapar durante el Festival. A Natalia le debemos algunas de las mejores ideas para revitalizarlo, pero lo de poner allí un escenario donde se representaban las obras más populares no fue una de ellas.

Cuando vi a Ignacio García venía de Onda Almagro. La emisora municipal hace un programa los martes y viernes sobre el Festival. Estuvimos largando sobre las obras que habíamos visto y las que nos quedan por ver hora y media. Ya al final se vino a decir que Mirar a los mirones era infumable. Con esa idea rebotando en las paredes del cerebro me acerqué a verla, regresé, de hecho, al lugar del que vino la valoración, porque Onda Almagro está en el palacio de Juan Jedler. Si de algo estoy seguro es de que las clasificaciones son siempre tendenciosas, pero intentemos una con los menos de cien espectadores que presenciamos la obra: los amigos de los actores, los hispanistas de El Paso, los despistados y, para completar, unos pocos representantes de la prensa. Los hispanistas habían estado viendo La vida es sueño, que parece que estuvo representada por ninjas o actores que hacían de ninjas. Y, antes de ir a Mirar a los mirones se habían tomado unas cervezas, “ya verás cómo el teatro se ve distinto”, aseguraba uno. La prensa se mantuvo perpleja ante la actuación. Pero los que se hicieron notar de verdad fueron los colegas de Grumelot, que así se llama la compañía (Nota para reportaje: nombres de compañías. Dice Google que grumelot es refunfuñar). A los colegas les hacen gracias sus colegas. Es lo normal. Hubo uno que se reía muchísimo, muy alto y con una risa contagiosa. Las opiniones, las buenas y las malas, son mucho más contagiosas que el Covid. Lo mejor de toda la obra fue ver cómo disfrutaba aquel joven vestido como de los setenta (Nota para próximas crónicas: indumentaria teatrera masculina versus femenina). Eso y que duraba una hora. Bueno, también hubo uno que infló un preservativo con la nariz. Eso también estuvo bien.

Mirar a los mirones es un entremés que alguien dijo alguna vez que era de Cervantes y así lo ponen en la cartelería. Nada más empezar vienen a decir que casi seguro que no, que casi seguro que es de Salas Barbadillo. Las atribuciones no son, en estos momentos, literarias, sino estadísticas (número de veces que aparece tal término, se anteponen o no los adjetivos y cosas así). Sea de quien sea, es una colección de anécdotas, de chistes, con la excusa de que en Sevilla han creado una cofradía de los mirones, de aquellos que miran y ven cosas para luego contarlas. Hay historias de negros, de viejas, de verduleras… Cervantes hace algo parecido en algún pasaje de El licenciado Vidriera, por poner solo un ejemplo, pero, claro, no es el único, así que cualquiera sabe quién lo escribió, aunque si no está entre los Ocho comedias y ocho entremeses nunca representados por algo será.

El principal problema de la obra es que los actores, jóvenes bien parecidos, hacen cosas que no se sabe a cuento de qué vienen. Seguro que había un motivo cuando lo pensaron, pero a la hora de representarlo no queda nada claro. O hay que retorcer el intelecto para cogerlo con pinzas. Para empezar, lo leen, aunque se sepan el papel, sentados en una mesa. Al principio advierten de que es un entremés para ser leído en la casa de algún noble. Lo dicen porque está muy bien copiado, por un señor que copiaba fenomenal, por lo que la copia que tenemos no pertenecía a una compañía. La copia que nos ha llegado, claro. Partiendo de que no se pretende representar, sino leer, luego lo representan. Se ponen unas gorras rojas cuando hacen de mirones, creo. Cuando entran los mirones, en vez de entrar lo escriben en una pantalla que tienen detrás y que en ocasiones falló, porque se les montan los textos. Allí también aparece la traducción de los fragmentos que recitan en inglés. ¿Que por qué recitan en inglés? Pues no sé, porque todos los actores hablan español a la perfección. Debe de ser porque dice en el programa que es una compañía hispano británica. Para que se note. También hacen chistes brutos para resaltar lo machistas y racistas que eran en el Barroco. Chistes del tipo: “Saben ustedes que la policía acaba de matar a un negro de sesenta balazos. Era un blanco fácil”. O del tipo: “¿Qué es lo más inteligente que ha salido nunca de la boca de una mujer? La polla de Einstein”. Y ponen risas enlatadas, que, por cierto, a veces no estaba claro por qué. Eso sí, los chistes de negros los cuentan negros y los de mujeres, mujeres. Sí pero no, que se sepa que son para provocar, es decir, que es una provocación de mentirijillas. Al final cuentan chistes de vascos y de andaluces, aunque aquí sí es ya un andaluz el que le da al vasco y el vasco el que le zurra al andaluz (“¿Cómo que los andaluces no trabajamos nunca? Sujétame el cubata que se va a enterar este”, “Patxi, ¿qué resultado te da la operación? Infinito más infinito. ¿Solo?”).

La obra acaba bailando. Y sacaron a bailar a una de sus colegas. “Yo he bailado con Javi Lara”, dijo ella al final. Pues eso, que yo no bailé con Javi Lara porque solo sacaron a sus colegas.

 

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