La vejez es, en muchas ocasiones, un territorio de batalla. No por el paso del tiempo en sí, sino por la manera en que la sociedad la percibe: como una etapa de declive, de renuncia, de silencios impuestos. Sin embargo, hay quienes desafían esa narrativa, quienes entienden que la vida no se mide en años sino en deseos, en la capacidad de seguir soñando y construyendo un camino propio hasta el final. Camino a la Meca, la obra de Athol Fugard que ahora brilla en el Teatro Bellas Artes bajo la dirección de Claudio Tolcachir, es precisamente eso: la historia de una mujer que, a pesar del juicio de los demás, se aferra a su arte y a su libertad con la misma pasión con la que un joven se aferra a sus primeras aspiraciones.
El relato nos sitúa en un pequeño pueblo sudafricano, en mitad del desierto y bajo la mirada inquisitiva de una comunidad conservadora. Allí Helen Martins vive rodeada de sus esculturas y de un universo de luz que ella misma ha construido con vidrio y velas. Excéntrica, solitaria y profundamente creativa, se ha apartado del mundo para entregarse a su arte, un camino que la sociedad no comprende y que muchos consideran una prueba de locura. Pero Helen no está completamente sola. A su casa llega Elsa, una profesora mucho más joven que se ha convertido en su confidente y aliada. Ambas comparten una relación de complicidad en la que la libertad y la lucha contra las normas establecidas son su lazo más fuerte. Sin embargo, su visita coincide con la aparición del pastor Marius, quien representa la voz de la comunidad y busca convencer a Helen de que abandone su estilo de vida y regrese al redil de la normalidad. Lo que sigue es un duelo de ideas, de afectos y de miedos. Entre Elsa y el pastor, Helen debe decidir si cede ante la presión social o sigue fiel a su visión, aunque ello implique un destino incierto.
Traer Camino a la Meca a los escenarios españoles es un acierto mayúsculo. No es una obra de repertorio habitual ni una pieza que el público tenga en la memoria colectiva. Pero ahí radica su belleza y su mérito: rescatar una historia que, sin embargo, resuena con una fuerza universal. Claudio Tolcachir la ha acercado a nuestros días con su adaptación y la ha dotado de una vibrante corporeidad desde la dirección, haciendo que el montaje se convierta en una metáfora viva de sus temas esenciales: la lucha entre la luz y la oscuridad, la libertad frente al aislamiento y la creación en conflicto con el miedo.
No estamos solo ante la historia de una mujer que desafía su tiempo; es el relato de la necesidad de iluminar la propia existencia cuando el mundo insiste en apagar esa llama. El también actor y dramaturgo argentino comprende esta esencia y la traduce en escena con una dramaturgia que potencia la carga simbólica del texto. En su adaptación, ha equilibrado la densidad del original de Fugard con una fluidez que mantiene al espectador atrapado. La obra se siente depurada en duración y ritmo, evitando cualquier rigidez académica para volverse más orgánica, más cercana. Se ha potenciado la tensión dramática sin perder el lirismo de la pieza, dejando que los silencios y las pausas sean tan elocuentes como las palabras. Pero es en la dirección donde Tolcachir despliega todo su virtuosismo. La obra se mueve entre la calidez y la frialdad, entre la compañía y la más absoluta soledad. El espacio escénico se convierte en un reflejo emocional de los personajes: la llegada de Elsa irrumpe como una bocanada de aire fresco, mientras que la presencia del pastor Marius carga el ambiente con una presión latente. Tolcachir maneja esta interacción con un preciso trabajo de ritmos y desplazamientos, jugando con la distancia y la proximidad para subrayar las tensiones de cada encuentro.
La luz y la oscuridad son más que un concepto en esta puesta en escena: son un lenguaje en sí mismas. La luz representa la independencia, la inspiración, el deseo de Helen por seguir creando; la oscuridad, en cambio, simboliza la opresión social, el miedo a la ceguera inminente y la soledad devastadora que se cierne sobre ella. El director juega con estos contrastes con una maestría casi pictórica: cada destello se convierte en un eco de la llama interior de Helen, mientras que las sombras en el espacio nos recuerdan el peso de su aislamiento.
La traslación de toda esta carga simbólica al espacio escénico se materializa en un trabajo sobresaliente de escenografía e iluminación, donde cada elemento refuerza el conflicto central de la obra. Alessio Meloni construye un universo visual que encapsula la dualidad entre encierro y libertad, entre opresión y creación. La casa de Helen, su refugio y a la vez su prisión, se erige como un espacio lleno de contrastes: un santuario de expresión artística que, sin embargo, se va cerrando sobre ella como una trampa. Las formas, los volúmenes y los objetos en escena dialogan con su mundo interior, reflejando tanto su resistencia como su fragilidad. Por su parte, la iluminación de Juan Gómez-Cornejo juega un papel esencial en la dramaturgia visual de la pieza. La luz se convierte en un personaje más, moldeando el tiempo y las emociones, atrapando a los personajes en una constante lucha entre la claridad y la sombra. El contraste lumínico refuerza la evolución de Helen: momentos de calidez y fulgor cuando se aferra a su arte, tinieblas densas cuando el juicio externo amenaza con sofocar su individualidad. La manera en que los haces de luz inciden sobre el espacio nos recuerda constantemente la pugna entre la lucidez y el miedo, entre la creatividad y la imposición social.
El reparto es, sin duda, uno de los grandes aciertos de esta producción. Tres intérpretes de una solidez incuestionable dan vida a los personajes de Athol Fugard con una naturalidad y profundidad conmovedoras. Sin embargo, si hay una presencia que magnetiza la escena, esa es la de Lola Herrera. A sus 89 años, la actriz vuelve a demostrar que es una de las grandes damas del teatro español, con una templanza, calidez y capacidad expresiva que desbordan cada palabra y cada gesto.
La actriz vallisoletana encarna a Helen Martins con una sensibilidad extraordinaria, dibujando con precisión cada matiz de una mujer que ha pasado su vida luchando por su libertad y su arte. Su voz, cálida y poderosa a la vez, sostiene la fragilidad de su personaje sin perder la firmeza de una mujer que se ha enfrentado al mundo. Su manera de transitar entre la determinación y la duda, entre la energía creadora y el cansancio de quien ha peleado demasiado, es simplemente sobrecogedora. Hay en su interpretación un equilibrio entre la ternura y la rebeldía, entre la desesperanza y la belleza, que hace que Helen cobre vida con una autenticidad brutal.
A este desafío interpretativo se suma un reto personal: compartir escena con su hija, Natalia Dicenta, en una relación que trasciende lo biográfico para convertirse en un ejercicio de absoluta complicidad escénica. Madre e hija se enfrentan en la piel de Helen y Elsa, pero lo hacen desde un respeto y una admiración mutua que se palpa en cada intercambio. Dicenta, con una energía vibrante y una presencia escénica rotunda, es el contrapunto perfecto para la delicadeza de Herrera, logrando un duelo interpretativo que se siente real, lleno de tensiones, afectos y silencios cargados de significado. Completa el elenco Carlos Olalla, impecable en su papel de Marius, un personaje que, bajo su aparente amabilidad, encarna la mirada represora de una sociedad que no tolera la diferencia. Este actor, con toda una vida dedicada a la interpretación, dota al pastor de una presencia inquietante, con una contención que refuerza el peso de su amenaza sin necesidad de alzar la voz. Y, en medio de todo, la pregunta persiste: ¿se puede vivir con plenitud cuando el mundo insiste en dictarnos cómo debemos hacerlo?
Autor: Athol Fugard
Versión: Claudio Tolcachir
Reparto: Lola Herrera, Natalia Dicenta y Carlos Olalla
Escenografía: Alessio Meloni
Vestuario: Pablo Menor
Iluminación: Juan Gómez-Cornejo
Ayudante de dirección: María García de Oteyza
Gerente/Regidor: Leo Granulles
Técnico de sonido: Félix Botana
Técnico de iluminación: Javier Gómiz
Maquinista: Alfonso Peña
Peluquería y sastrería: Gema Moreno
Diseño de cartel: David Sueiro
Fotografía de cartel: Daniel Dicenta
Jefe de producción: Juan Pedro Campoy
Ayudante de produccion: Estela Ferrándiz
Jefe técnico: Ignacio Huerta
Dirección: Claudio Tolcachir
Productor: Jesús Cimarro