Viajar es una de las experiencias más enriquecedoras y contradictorias que puede vivir el ser humano. Nos permite descubrir nuevas culturas, conocer otras formas de vida y enfrentarnos a lo desconocido, pero también nos expone a nuestras propias manías, prejuicios y limitaciones. Nos encanta hablar con propiedad de lugares en los que nunca hemos estado y hacer comparaciones absurdas entre lo nuestro y lo ajeno, casi siempre desde una perspectiva que, aunque no queramos admitirlo, tiende a la superioridad. Santi Rodríguez, con su inconfundible estilo, nos propone en “Como en la casa de uno, en ningún sitio” un tour guiado sin salir de la butaca del Teatro Bellas Artes. Y lo hace desde la comedia más inteligente, esa que, entre carcajada y carcajada, nos deja pensando.
El actor, conocido por el gran público por su papel del frutero en Siete Vidas, se convierte en un viajero curtido que ha recorrido el mundo entero y ha visto de todo. O, al menos, eso dice él. A través de sus peripecias, Rodríguez expone con una precisión casi antropológica los tópicos que tenemos sobre otros países y los ridiculiza con una gracia descomunal. Porque, en el fondo, todos sabemos que los españoles somos de lo más peculiar cuando salimos de nuestras fronteras: nos escandalizamos cuando un turista extranjero pide paella a las diez de la noche, pero nosotros exigimos churros con chocolate en pleno agosto en Berlín sin pestañear. Nos reímos de los guiris que se ponen rojos como cangrejos al sol de Benidorm, pero cuando vamos a la playa en el Caribe nos tumbamos sin protector solar convencidos de que «aquí el sol no quema tanto». Y lo de los bufés en los hoteles merece una tesis doctoral: lo que en casa nunca desayunaríamos ni en un día de resaca, en el extranjero lo devoramos como si no hubiera un mañana, acumulando platos como si estuviéramos a punto de hibernar.
Uno de los grandes talentos de Santi Rodríguez, curtido en monólogos de éxito como “Espíritu” o “Infarto: ¡No vayas a la luz!”, es su asombrosa capacidad para construir un relato en apariencia improvisado, pero que en realidad es un prodigio de estructura y ritmo cómico. Su habilidad para hilvanar temas de la nada, encadenar anécdotas y saltar de un asunto a otro con una naturalidad pasmosa convierte “Como en la casa de uno, en ningún sitio” en un espectáculo que nunca se siente predecible. Lo que empieza como una reflexión sobre el turismo y los tópicos sobre otros países, de pronto deriva en una digresión sobre el inglés macarrónico de los españoles, se transforma en una crítica mordaz a la forma de abordar los bufés de hotel y, sin que el espectador se dé cuenta, acaba desembocando en un comentario sobre la actualidad política y social. Rodríguez juega con la estructura del monólogo como si fuera un prestidigitador de la palabra: distrae al público con un chiste, lo lleva por un sendero inesperado y, cuando parece que se ha alejado demasiado, vuelve de golpe al punto de partida con un giro magistral que hace estallar las carcajadas.
La técnica de la digresión en las manos equivocadas podría parecer un simple divagar sin rumbo, pero Rodríguez la ejecuta con la precisión de un orfebre. Sus planteamientos nunca son gratuitos: siempre tienen una razón de ser y, aunque parezcan una ocurrencia espontánea, terminan encajando perfectamente en el conjunto del espectáculo. Lo más interesante es que, sin aparentemente quererlo, el cómico jienense acaba dibujando un retrato feroz de la sociedad española actual. No deja a nadie vivo: políticos de todas las ideologías, cuentos tradicionales, el eterno debate entre tradición y modernidad… Todo ello va apareciendo en su discurso sin que parezca forzado, como si simplemente se hubiera topado con esos temas en su recorrido humorístico. Y ese es precisamente su gran talento: disfrazar de comedia lo que en el fondo es un agudo análisis social. En definitiva, cuenta con un don para la comedia, para hablar y contar anécdotas. Es un narrador nato, capaz de hacer que la historia más cotidiana se convierta en un desternillante episodio de la condición humana.
Más allá del humor, este monólogo es también un ejercicio de autoconocimiento. Nos enfrenta a nuestras propias contradicciones sin caer en la condescendencia, nos invita a reírnos de nuestras limitaciones y nos deja claro que, en el fondo, todos somos iguales. Porque resulta indiferente cuántos países visitemos, cuántos platos exóticos probemos o cuántas palabras en otros idiomas aprendamos, siempre habrá algo dentro de nosotros que nos haga sentir que como en casa no se está en ningún sitio. Y quizás ahí radica la verdadera enseñanza de este espectáculo: viajar nos abre la mente, pero reírnos de nosotros mismos nos hace un poco más sabios.