Por la tarde, todavía con el fresquito piscinero en la piel y el champagne en el paladar, llegó el acto de reconocimiento al Uruguay, país invitado. No fui, pero merodeé por la salida mientras esperaba a la señora. Había un montón de antiguos compañeros de la prensa local, a los que siempre da alegría saludar. La prensa local es como la casa de Gran Hermano, que todo se vive con intensidad y se magnifica, incluso cuando se sale de ella. Antes de ir a Fúcares, al que en el Festival llaman, con razón, pero sin demasiado éxito popular, Casa Palacio de Juan de Jedler, fuimos a La Posada, que en el pueblo llaman El Chiri, con razón y con éxito.
En Fúcares vi La verdad, de ThreeR Teatro. Ni idea de a qué se refieren las tres erres. Las gradas habían convertido el fabuloso patio central casi en un rombo. En medio, una bañera con tierra y flores. Allí representaron una obra que transita sobre el límite entre la verdad y la mentira, que se pregunta qué es verdad y qué leyenda, verdad adornada o, simplemente, falacia. Lo hace con la excusa del cerco de Zamora, ese en el que Bellido Dolfos, hijo de Dolfos Bellido (¿con b o con v?) mata a Sancho II, que pretendía tomar la ciudad castellana, en manos de su hermana Urraca, lo que permitió gobernar a Alfonso VI y que alguien se inventara la Jura de Santa Gadea como excusa perfecta para el destierro del Cid. Todo eso no ocurrió de esa manera hace ahora 950 años. No sabemos cómo fue, pero lo que nos ha llegado es una versión endulzada, engastada en un armazón ideológico. Como casi todo en lo que llamamos, con éxito popular, historia, que es, también, un término aplicable a la literatura. La historia y la literatura son historias.
Los tres actores que interpretan al rey Fernando, padre de Urraca, Sancho y Alfonso, a esos tres y alguno más, se encarnan también a sí mismos, a sus propias historias vitales, se desnudan ante el espectador. Pero literalmente. Bueno, no es cierto, solo uno de ellos, Fernando Mercé, que se empelotó y luego encendieron unas bengalas como si fueran hinchas del Beksistas. Resultaron curiosas las dos cosas y encajaron con la narrativa, aunque, ya les digo, no me hagan mucho caso, porque todo resultó un poco confuso, más que probablemente por culpa mía, del champagne y del chachachá.