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Año VIIINúmero 370
19 SEPTIEMBRE 2024

DÄMON. El funeral de Bergman’: Un aquelarre poético y devastador

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DÄMON. El funeral de Bergman'
DÄMON. El funeral de Bergman'
DÄMON. El funeral de Bergman es una obra visualmente impactante y provocadora, pero que, tras su potente estética y la contundente actuación de Liddell, deja un vacío de contenido que no logra trascender más allá de la pura provocación.

Angélica Liddell, figura imprescindible del teatro contemporáneo, regresa con una obra que desafía, provoca y arrastra al espectador a las profundidades más obscuras del alma humana. En “DÄMON. El funeral de Bergman”, presentado en los Teatros del Canal de Madrid tras su estreno en el Festival de Aviñón, la creadora española rinde un particular homenaje al cineasta sueco Ingmar Bergman, pero lo hace desde su inconfundible universo de violencia emocional y espiritual, desnudando los fantasmas que atormentan a los seres humanos.

La puesta en escena se abre con un espacio completamente teñido de rojo, un rojo que no solo alude a la sangre, sino también al luto papal, al dolor y la ira. Este simbolismo cromático se potencia con la entrada de un Papa vestido de blanco que, en un gesto de dominación y extrañeza, cuenta meticulosamente las sillas de ruedas dispuestas en hilera. La escena se convierte, desde ese primer momento, en un ritual de muerte donde la figura de Bergman, aunque omnipresente, queda en segundo plano ante los demonios personales de Liddell. La escenografía, como si de cuadros vivientes se tratara, está sustentada en una gran performance compuesta por ancianos, jóvenes y adultos en constante tensión, recordándonos la decrepitud física y la futilidad de la existencia. Cada elemento visual se configura como un retablo de pesadillas, donde la decadencia y la vergüenza del cuerpo humano se presentan en todo su esplendor.

La ganadora del Premio Leteo 2016 no rehúye del impacto visceral en su propuesta. La música electrónica de “Hey Boy, Hey Girl” de The Chemical Brothers inunda la sala con un dolor casi tangible, mientras un hombre con enanismo, pintado como una calavera, aparece en escena. Esta figura no es solo un actor más, sino la representación de la muerte misma, mirándonos como el primer fantasma que anuncia la tormenta de oscuridad y desasosiego que se avecina. La pregunta proyectada en la pantalla —“Cuando yo muera, ¿llevarás mi ataúd hasta mi tumba?”— añade una capa de reflexión existencial y profundamente incómoda. Nos interpela directamente, recordándonos nuestra propia finitud y el inevitable encuentro con la muerte.

Uno de los momentos más icónicos del montaje llega con la entrada de la propia Liddell, quien, vestida de blanco, se despoja de cualquier filtro social para realizar una serie de gestos rituales cargados de simbolismo sexual y espiritual. El lavado de su vagina, acompañado de un sonido amplificado, provoca una mezcla de incomodidad y fascinación, mostrando la crudeza del cuerpo femenino como un campo de batalla entre pureza y pecado. Este gesto de «bendecir» (o maldecir) a los espectadores con el agua de su propio cuerpo inaugura una ceremonia donde la artista explora sus demonios personales, aquellos que ha arrastrado a lo largo de su carrera. La culpa, el sexo, la vergüenza y la decadencia física son obsesiones que atraviesan toda la obra de la dramaturga, y en “DÄMON” estos temas alcanzan un clímax apoteósico. Debo reconocer que su actuación es contundente, real y profundamente impactante. La poeta (Premio Nacional de Literatura Dramática 2012) encarna a la perfección a una mujer de carácter enfermizo, arrastrada por sus traumas más oscuros y profundos. No hay titubeos en su interpretación: va hasta el final, sin concesiones ni filtros, entregándose por completo a su visión artística. Su presencia en escena es feroz, intensa y absolutamente congruente con el universo visceral y tormentoso que ella misma ha creado. Es, sin duda, la digna representante de su propia obra, haciendo del teatro un campo de batalla emocional.

Sin embargo, la pieza no está exenta de controversia. El largo monólogo en el que Liddell lanza una diatriba contra los críticos franceses, quienes la cuestionaron en Aviñón, resulta desproporcionado y, en cierta medida, gratuito. No haré una defensa corporativa del gremio porque, sinceramente, la situación no lo requiere, pese a su humillación pueril de los críticos españoles. Aunque su obra siempre ha sido una exaltación del desprecio hacia las instituciones y sus mecanismos, en este caso la furia parece desmedida y casi teatral en exceso, como si tratara de aniquilar a aquellos que osan confrontarla. Su ataque a los profesionales de la información, presentado como un ejercicio de autoinmolación simbólica, pierde fuerza al no proponer más que una condena sin matices. Liddell se victimiza en exceso, convirtiendo la escena en una catarsis personal que no consigue resonar más allá de su propia furia, quedando lejos de la profundidad con la que inicialmente parecía abordar los demonios existenciales de su obra.

Uno de los grandes problemas de “DÄMON. El funeral de Bergman” es la insistencia de la catalana (tomó el apellido Liddell de Alicia Liddell, inspiración del escritor Lewis Carroll para su obra “Alicia en el país de las maravillas”, 1865) en confundir lo provocativo con lo profundo. La desnudez, el uso de términos escatológicos y los gestos transgresores, si bien impactantes, carecen de verdadero contenido. El espectador se enfrenta a una sucesión de imágenes y escenas que, pese a ser visualmente potentes, no logran trascender hacia una reflexión más profunda sobre la condición humana. Es una obra que, aunque en muchos aspectos busca la sublimación del arte por el arte, cae en la trampa de la vacuidad. Liddell parece creer que la mera provocación, en sí misma, es suficiente para conmover o generar una reflexión significativa y parece estar más preocupada por incomodar que por ofrecer una verdadera meditación sobre la vida y la muerte, el sexo o el dolor. El uso de lo grotesco y lo sexual en su teatro, que en otras ocasiones ha funcionado como un espejo de nuestras miserias más íntimas, en “DÄMON” se siente forzado y, a veces, agotador.

El clímax de la obra llega cuando Liddell recrea el funeral de Bergman. Ante un ataúd blanco, junto a los actores del Dramaten, –el Teatro Nacional de Suecia– la ceremonia se convierte en un rito cargado de música, poesía y simbolismo, en el que el respetable es testigo de un adiós que no solo pertenece a Bergman, sino a toda la decadencia y vanidad humanas. Su intención es clara: no es la muerte lo que debemos temer, sino la vacuidad de nuestras vidas y nuestro legado. El espectador, al salir, puede sentirse conmovido o incluso herido, pero también se encontrará preguntándose si, más allá de las imágenes perturbadoras y el grito constante de desprecio, hay algo verdaderamente nuevo o revelador en la propuesta de Liddell. Lo que queda, finalmente, es un ritual de autodestrucción que busca sublimar el arte, pero que, como muchos de los demonios que representa, acaba atrapado en su propia sombra.

Creación para el Festival d’Avignon 2024

Texto, puesta en escena, escenografía y vestuario: Angélica Liddell

Reparto: David Abad, Ahimsa, Yuri Ananiev, Nicolas Chevallier, Guillaume Costanza, Electra Hallman, Elin Klinga, Angélica Liddell, Borja López, Tina Pour-Davoy, Sindo Puche, Daniel Richard, Nemanja Stojanovic y la colaboración especial de Erika Hagberg, sastra del Dramaten

Iluminación: Mark Van Denesse

Sonido: Antonio Navarro

Asistente de dirección: Borja López

Regiduría: Nicolas Guy Michel Chevallier

Director técnico: André Pato

Director de producción: Gumersindo Puche

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