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El gran teatro del mundo: La dualidad del ser humano en escena. Una travesía existencial en la obra de Calderón

Una escena de la obra donde se muestran la mayoría de los personajes

Una escena de la obra donde se muestran la mayoría de los personajes

Representar un auto sacramental en el siglo XXI es, sin duda, un reto que pocos directores de escena se atreven a asumir, y con razón: estos dramas religiosos de gran complejidad, arraigados en la cultura del Siglo de Oro español y, en particular, en la Contrarreforma, distan mucho de las sensibilidades contemporáneas. “El gran teatro del mundo”, uno de los clásicos reconocidos y atemporales de Calderón de la Barca, encuentra en la dirección de Lluís Homar una reinterpretación que se atreve a explorar la esencia alegórica y filosófica del texto sin perder su profunda espiritualidad ni su capacidad de generar preguntas existenciales.

La obra trata de representar la vida humana como una gran obra de teatro en la que Dios, bajo el rol del Autor, asigna a cada persona un papel que debe desempeñar con virtud y responsabilidad. La trama se desarrolla en un escenario simbólico donde personajes arquetípicos como el Rey, el Rico, el Pobre, el Labrador, la Hermosura, la Discreción y el Niño reciben sus papeles de manos del Autor, quien les recuerda que, aunque tengan roles diferentes y limitados por las circunstancias otorgadas por él mismo, son libres de actuar bien o mal. Cada personaje, a lo largo de la obra, enfrenta la tensión entre el determinismo de su papel asignado y la libertad de obrar con virtud, reflejando una visión católica del destino y el libre albedrío. Al final, cuando su tiempo en la vida/escenario termina, todos los personajes deben rendir cuentas ante el Autor, quien decide el destino de cada uno según sus acciones.

La grandeza de los clásicos reside, entre otros aspectos, en su notable vigencia, pues aborda los eternos dilemas de la naturaleza humana: ¿Estamos determinados a interpretar un rol predestinado o somos libres de redefinir nuestro papel en el «gran teatro del mundo»? Calderón de la Barca, desde su visión contrarreformista, propone un escenario que se convierte en espejo para el espectador contemporáneo, pues el auto no solo aborda el debate religioso, también cuestiona los valores y la autonomía del ser humano en sociedad. La propuesta de Homar, al centrarse en el carácter alegórico y simbólico, destaca también por su capacidad para conectar la doctrina cristiana con inquietudes modernas: ¿qué lugar tiene el hombre en un universo marcado por la incertidumbre y la constante redefinición de sus valores? A pesar de la distancia cultural, la obra mantiene su capacidad para hacer reflexionar al espectador, ofreciéndole la posibilidad de mirarse a sí mismo en ese espejo eterno de lo que significa vivir con responsabilidad y ética.

La dirección de Lluís Homar destaca por su fidelidad al texto original, una elección valiente pero también arriesgada que, al respetar profundamente los versos y la estructura del auto sacramental, parece acentuar la naturaleza estática y ceremoniosa de la obra. Junto a Xavier Albertí y Brenda Escobedo, Homar mantiene los elementos poéticos y filosóficos en su máxima pureza, alejados de adaptaciones modernas que, si bien es verdad, podrían haber facilitado la conexión con el público actual. Esta aproximación, sin embargo, tiene un costo: la monotonía intrínseca de algunos pasajes se hace más evidente, ralentizando el desarrollo emocional de los personajes y a menudo dificultando que el espectador se sumerja plenamente en el conflicto existencial de la obra.

Uno de los aspectos más destacados es, sin duda, la música en directo, creada por el percusionista Pablo Sánchez bajo la dirección musical de Xavier Albertí. La ambientación sonora, cuidadosamente orquestada, no solo acompaña a la acción, también establece una simbiosis con el ritmo interno del texto y el tono de las escenas. En esta producción de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, la música se convierte en un personaje adicional, aportando textura y resonancia, subrayando con percusiones y cuerdas los momentos de tensión y liberación. Este recurso potencia los ecos filosóficos de la obra, como el dilema entre destino y libertad, aportando una dimensión sonora que encaja de forma orgánica en esta propuesta teatral.

Uno de los aspectos más difíciles radica en la capacidad de sus actores para ofrecer una carga emocional que respalde los conceptos abstractos antes mencionados. El elenco, encabezado por Antonio Comas en el papel del Autor, presenta una interpretación bien estructurada pero que, en ciertos momentos, se queda algo corta en términos de profundidad. El también músico y tenor, con un carisma templado que sugiere tanto dulzura como firmeza, encarna un Dios católico cercano y magnánimo, una figura que juzga a cada alma con paciencia y calidez, en un reflejo de la visión más humanista de la teología calderoniana. Sin embargo, aunque actores como Clara Altarriba (el Pobre), Carlota Gaviño (el Mundo) o Pilar Gómez (el Labrador) logran plasmar con solvencia el conflicto inherente a sus papeles, se percibe una falta de relieve en la transición de estos personajes alegóricos. Cabe destacar el gran trabajo de Vicente Fuentes, cuyo esfuerzo en la dirección vocal es uno de los puntos más sólidos de esta adaptación. Su labor se percibe en la claridad y precisión con la que todos los actores declaman el verso logrando que la musicalidad y la cadencia del verso fluyan con naturalidad.

La escenografía de Elisa Sanz juega con una estructura visual en capas al reflejar los planos metaficcionales de la obra y traducir al espacio físico la profundidad del texto calderoniano. En una primera instancia, el Autor y el Mundo se presentan en un entorno cerrado y austero, delimitado por un telón de fondo plano que acentúa la abstracción del escenario. Este espacio, frío y sin adornos, representa la nada, el vacío previo al acto de «entrar en el mundo». A medida que las almas hacen su entrada, el telón se eleva y da paso a un espacio gris y vasto, casi desolado, donde la vida es tan efímera como un escenario transitorio entre dos puertas, la cuna y el sepulcro, que marcan los límites de cada existencia. Este minimalismo radical permite que el escenario adquiera una cualidad universal, capaz de representar cualquier tiempo y lugar sin necesidad de artificios. Al concluir la función de cada alma, el escenario vuelve a ganar color y profundidad, y al fondo un gran espejo devuelve al espectador la imagen del escenario y del patio de butacas, un recurso magistral que integra al público en el acto teatral, recordándole que él también es parte de este “gran teatro del mundo”.

La sencillez de la escenografía se compensa con un dinamismo inteligente: los actores interactúan no solo en el escenario, sino también en el patio de butacas y los distintos pisos, donde las voces del Autor y de la Ley de Gracia resuenan desde diferentes ángulos, subrayando la omnipresencia de estas figuras. La iluminación de Pedro Yagüe refuerza la atmósfera simbólica y acompaña las transiciones emocionales de la obra. A través de luces frías y sombras intensas, Yagüe crea un espacio abstracto y atemporal donde los personajes emergen con claridad. Los cambios lumínicos subrayan momentos clave de juicio y redención, usando tonos cálidos para enfatizar los dilemas morales. Por último, el vestuario de Deborah Macías sigue la línea minimalista, con los personajes en atuendos blancos y un solo objeto simbólico que los distingue, creando de nuevo una estética atemporal. La única excepción es el Autor, cuyos trajes, de colores vibrantes y diseño andrógino, le otorgan una presencia única, en contraste con el carácter solemne y efímero del resto de intérpretes. Esta elección resalta el poder creador y el carácter trascendental del Autor, mientras que el vestuario general contribuye a la atmósfera de simbolismo y abstracción que define la obra.

Dramaturgia: Xavier Albertí, Brenda Escobedo y Lluís Homar

Dirección: Lluís Homar

Producción: Compañía Nacional de Teatro Clásico

Composición y dirección musical: Xavier Albertí

Reparto: Clara Altarriba, Malena Casado, Pablo Chaves, Antonio Comas, Carlota Gaviño, Pilar Gómez, Yolanda de la Hoz, Chupi Llorente, Jorge Merino, Aisa Pérez, Pablo Sánchez.

Voz y palabra: Vicente Fuentes

Escenografía: Elisa Sanz

Iluminación: Pedro Yagüe

Vestuario: Deborah Macías

Movimiento: Pau Aran

Ayudante de dirección: Vanessa Espín

Ayudante de escenografía: Sofia Skantz

Ayudante de iluminación: Paloma Cavilla

Ayudante de vestuario: Victoria Carro

Ayudante de movimiento: Oscar Valsecchi

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