Fue emocionante ir al mercadillo. No como por la noche El libro de buen amor. El arcipreste de Hita ha sido el Virgilio de muchos de nosotros en la alta literatura. Lo tengo yo esto hablado con varios profes de Literatura, que se vieron deslumbrados por el goce de un libro sin título al que bautizó Menéndez Pidal. El arcipreste es un pringado al que le puede la carne, pero fracasa una y otra vez hasta que conoce a Trotaconventos. Fracasa, pues, tres veces: es incapaz de mantener el celibato; no puede conquistar a las mujeres que le gustan, es decir, casi cualquiera, pero mejor dueña pequeña; y debe reconocer la superioridad de Trotaconventos, que, para más inri, se le muere, lo que da lugar al primer gran planto de la literatura castellana (lo que le duele al arcipreste es que se queda sin gachís). Pero la autografía amorosa de Juan Ruiz es solo una parte de un libro inmenso y que tenía vocación de cancionero, de guion de juglares. El arcipreste lo termina con aquello de “Cualquier omen, que lo oya, si bien trova supiere/ puede más y añadir et enmendar si quisiere/ ande de mano en mano a quienquier quel’ pidiere/ como peya a las dueñas, tómelo quien podiere”. Tenía curiosidad por saber si los extremeños de Guirigai habían seguido las instrucciones del arcipreste y lo habían enmendado, añadido algo, como los del mercadillo. Pues, mire usted, no.
La noche era perfecta en los Villarreal: vientecillo, una botellita de agua de cortesía, tres cuartos de entrada… hasta que vinieron las decepciones. Me había quedado solo sentado. Tenía a mi izquierda a una pareja, pero nadie a la derecha y un enorme claro se extendía al frente. Hete aquí que se apagan las luces y un movimiento migratorio desde los arrabales tomó el centro, sin saltar vallas ni nada, a las bravas. Eran gentes de edad y españoles de bien, buscando su bien, comentando las posibilidades de mejorar su situación, al menos dos metros, que se me pusieron delante cuando me había hecho ilusiones. La vida siempre espera al último momento para jugártela. Ya debería saberlo. Luego, en escena, hubo una selección de las aventuras del arcipreste y de las alegorías del libro. Lo esencial: la lucha de romanos y griegos por adquirir las leyes, los fracasos sexuales del arcipreste, la llegada de Don Amor, los pretendientes perezosos, Pitas Payas y su cordero convertido en carnero, la serrana, Doña Endrina y Don Melón de la Huerta, Trotaconventos (descubridora, parece ser, del tabaco, o a saber qué fumaba en su pipa), Don Carnal y Doña Cuaresma… Todo sin emoción. Las interpretaciones eran reguleras, la escenografía también, la narrativa cuarto y mitad, de las canciones y los bailes mejor no hablar, los aplausos finales sin brío.
Y ahí se apagó la noche, fresquita de camino a casa, pero sin nada que vibrara en el corazón. Un ser por ser. Al llegar “me comí un melocotón, que tengo un montón”, en mala cuaderna vía.