Este domingo llenamos el Hospital de San Juan para ver el segundo burlador de Almagro, primero de España. La ola de calor ya está aquí y el público lo acusamos (voluntad de estilo aquí, que los que escribimos de los que crean también creamos, erramos y acertamos). Sinceramente, muchos estábamos deseando que terminara. Cuando Catalinón, ya casi al final, cuenta lo que acabamos de ver, daban ganas de reprochárselo, aunque no tuviera él, pobre, la culpa. La culpa (más voluntad de estilo) la tiene el calor, el cambio climático, el verano manchego, el gregarismo, Rusia o quien sea. Cualquiera menos nosotros. El juicio que pretendo llevar a cabo en el siguiente párrafo está, pues, mediatizado por el estío. Que lo sepan.
Juicio: El burlador de Sevilla es una obra equivocada. Vamos con los motivos, que es lo que de verdad importa. El fallo nace de la reflexión, del trabajo, así que no es, ni mucho menos, condenable (“¿Cómo admitir como deformidad lo que no es repetición”, canta Rosendo). Albertí ha trillado el texto, que ya les dije cuando hablábamos del otro burlador, el de Costa de Marfil, que es confuso, hecho a retazos, incluido en una edición de obras de Lope de Vega, atribuido a Tirso, ahora a Claramonte, heredero o donante de Tan largo me lo fiais, padre de todos los donjuanes… El montaje, que dice Albertí en el programa de mano que habla de cómo se ha reprimido el deseo durante siglos, se estructura en torno a un grito, el de Dios por boca de Gonzalo de Ulloa, el comendador, el poder, advirtiendo de que ya es tarde para el perdón, que el exceso, la pasión, ha condenado a Don Juan. Para que ese grito que da Rafa Castejón retumbe, el resto de la obra se recita bajito. Muy bien, por cierto, todos los actores, sin excepción. El problema es que si te queman la choza en la que vives, se burlan de ti, te roban los caballos y estás diciendo que estás rabiosa, la contención no parece lo más natural. Una segunda decisión de Albertí es la de empelotar a Don Juan (Mikel Arostegui). Es el segundo empelotamiento masculino que veo en este Festival. Don Juan se nos presenta guiado por su deseo, bravucón como siempre. Al encenderse las luces nos lo encontramos en plena faena con Isabela, en bolas él. “Empezamos bien”, dijo la respetable señora que se sentaba detrás. A mí me pareció normal, lo de Albertí y lo de la señora, aunque a lo mejor entendí mal lo que quería decir, la señora y tal vez Albertí. La obra acaba también con Don Juan desnudo, pero este es mucho más forzado. Es un producto de la voluntad de estilo de Albertí, que abre y cierra con Don Juan, vivo y muerto, desnudo, pero es que se desnudó mientras lo mataba Don Gonzalo, qué difícil eso de quitarse ropa mientras te mueres y tu alma se marcha al infierno. Luego vino lo de Catalinón, contándole a los demás lo que habíamos visto con el pobre Don Juan allí, muerto. Para saludar se puso los pantalones, eso sí.
A ese minimalismo contribuye una escenografía horizontal, una enorme mesa que determina una línea, un vano, un hueco, donde se desarrolla la vida, y un armazón, como visillo, segunda línea, de la que cuando se acercaban al mar caía agua pulverizada, que ayer era como los espejismos del desierto, una crueldad innecesaria con el público. Lo que estuvo muy bien fue el juego de luces.
Con la espalda y las pantorrillas empapadas, nos levantamos para marcharnos. Algo hay que hacer con las salidas del Hospital porque se tarda muchísimo en desalojarlo. Dio tiempo a que una mujer me sacara la lengua. Como estaba como estaba y la distancia que nos separaba, solo después me di cuenta de que era una amiga de los tiempos mozos a la que hacía muchos años que no veía. Así que el final estuvo muy bien. El teatro tiene estas cosas.