La vi en el Marsillach, rodeado de nadie. Había bastante gente, pero me dejaron solo, me convirtieron en una isla, lo que está bien como experiencia, pero me preocuparía si se repite. La primera jornada de esta obra cuenta la llegada de Diocleciano, un Arturo Querejeta que está en todas partes, al poder. En la segunda, Ginés y su compañía representan ante Diocleciano y Maximiano una obra de celos que acaba convirtiéndose en realidad. Y en la tercera, Ginés se convierte en San Ginés, ve a un ángel, se bautiza y lo acaban colgado de una polea como si fuera el mismo Jesucrito. Todo eso en escena, porque Ginés está representando a un cristiano y le vuelve a pasar lo de antes, que lo fingido se vuelve verdadero.
Yo diría que en la realidad suele pasar lo contrario, que la verdad se vuelve ficción, que lo que ocurre se inserta en el argumento de una obra que nos tragamos como si fuera verdadera. Pero volvamos a lo de Lluis Homar. El problema más problema es que han cogido la obra, se la han aprendido, han montado un escenario dentro de un escenario y la han recitado. Bueno, eso y lo del final, la polea y la jesusisación de Ginés. También han hecho que algunas actrices hagan papeles masculinos. Supongo que por la cosa del feminismo y, ya que pasa por allí el Pisuerga, por lo de los papeles que nos toca representar en esta vida.
Sea como sea, este Lope no emociona. Al menos no nos emocionó ni a mí ni a un montón de gente que vimos la obra. Hay ahí un problema de suficiencia, creo. Como es Lope y la Compañía Nacional de Teatro Clásico, es bueno. Me acuerdo siempre en estos casos de Rafael Mújica, lo que hay detrás del actor Gabriel Celaya, escribiendo aquello de “españoles que, por serlo, aunque encarnan lo pasado, no pueden darlo por bueno”. No se puede dar a Lope por bueno: hay que hacerlo bueno.