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Inauguración, aplausos y verdades

La gente era un montón y hablaba en sordina. Tal vez porque la Plaza estaba plagada de guardias civiles y algún que otro poli local. Los bares estaban llenos y las sillas de plástico que se habían colocado enfrente del escenario, casi todas ocupadas. En el Corral había otra inauguración, una de discursos larguísimos de políticos bajitos a los que acompañan guardias civiles. Hasta que no acabaran no empezaba lo de fuera. Así que la inauguración popular del Festival que empezó ayer se hizo esperar. Hay ahí una metáfora de las relaciones entre las instituciones y los ciudadanos, pero, como todas las metáforas, mejor no explicarlas.

En el Corral habían homenajeado a Lluis Pasqual. Cuando terminaron dentro, le hicieron subirse al escenario fuera, junto a un payador, un costamarfileño con una cora y una gallega con un dragón, para leer dos poemas, uno de García Lorca, herido de amor, y otro de Salvador Espriu, que tradujo primero. Los leyó, por supuesto, muy bien, aunque no se entendió a qué venían, la verdad. Quizás por lo de los acentos, porque el espectáculo se intitulaba Suenen todos los acentos.

Sonó el gallego. “¿Es diferente al castellano?”, apuntó mi hijo cuando entendió todo lo que decía. A mi hijo, que tiene doce años, pero están al caer los trece, la lógica politicoidentitara del nosotrosnosomoslosotros todavía no se le ha colocado por encima del sentido común.

Sonó el uruguayo. Casi naide en la Plaza había escuchado nunca a un payador, así que fue curioso. A mí me dicen payador y se me va el alma a José Hernández y su Martín Fierro y me dan ganas de hablar arrastrando las eses y las elles y de comer asado y recorrer la pampa, que debe ser como La Mancha, pero cambiando las ovejas por las vacas. Ese tiene no es una probabilidad, sino la obligación de la realidad de parecerse a lo que uno piensa.

Los políticos, los homenajeados, los tipos que pintan algo, se fueron luego a lo de Marsillach. Iba de homenajes la noche. La Plaza se fue vaciando, los despistados nos pudimos sentar y tomarnos una cerveza, aunque fuera sin morcilla ni chorizo ni panceta. Los camareros aprovecharon para cenar algo, porque cuando salieron de lo de Marsillach hubo una segunda oleada de sedientos que ya hablaban un poco más alto. Entre los sentados se encontraba Pasqual, Lluis. En un momento fue al baño, con su sombrerazo, y al salir se quedó parado, sin saber dónde ir, tratando de recordar dónde estaban los suyos. Fueron un par de segundos nada más, hasta que encontró su camino. Hay ahí otra metáfora, pero, como todas las metáforas, mejor no explicarla. Llegó Ignacio García, el director del Festival, y le aplaudieron. Ignacio es un tipo al que dan ganas de aplaudir muchas veces. Por las cosas que dice, por la calidez de la sonrisa o por las camisas. Mientras pago y nos batimos en retirada pienso en lo de los aplausos y en si se pueden distinguir los de cortesía, los obligatorios de después de las funciones, de los sinceros. La cortesía es el arte de esconder la verdad. En nuestro día a día está muy bien, es la única manera de sobrevivir, pero ¿también lo está en el arte?

 

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