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Año VIIINúmero 379
24 NOVIEMBRE 2024

La epidemia del marco incomparable

Esta columna está escrita desde un marco incomparable, justo después de haber asistido a una magnífica obra de teatro, acudir a un impresionante restaurante, ubicado en un espacio único y de haber sido testigo de un memorable concierto en el que vimos salir las musas de entre los instrumentos. Otra cosa es lo que cada una y cada uno considere como marco incomparable, magnífico, impresionante, único o memorable, alguno de esos adjetivos vacíos con los que regamos nuestras crónicas cuando en realidad no tenemos nada que decir. Lo de las musas ya es hipérbole propia, otra herramienta poética que reconozco que también manejo en ciertas ocasiones como fuga ante la incapacidad propia para valorar lo vivido.

Nunca es fácil escapar de esa red cómoda del adjetivo poco calificativo que siempre es agradecido por el que lo recibe y genera pocos problemas de conciencia a quien lo escribe. Confieso que no me gusta opinar mal de lo que veo, escucho o leo, me parece que cualquier esfuerzo artístico merece un respeto, a lo sumo, trato de hacerme el ocupado o el despistado cuando algo no me gusta, porque soy consciente de mi propia incapacidad técnica para tratar con rigor algunas disciplinas artísticas y porque creo que mi opinión es sólo una más y puede ser completamente distinta a la de quien tengo al lado, sobre todo si en ocasiones mi aburrimiento contrasta con los bravos del resto del público. La verdad anda muy repartida por el mundo.

No debe ser fácil la labor de crítico, de la que huyo como la peste, prefiriendo la cómoda faceta de cronista, que permite encontrar un detalle, un matiz o un tema lateral del que agarrarse para armar un relato de lo ocurrido, evitando de esta manera los charcos más profundos. Aunque en muchas ocasiones la pluma pide sangre y es difícil resistirse a la crueldad. Existen algunas primeras versiones de textos en las que los adjetivos incomparables se convierten en inconfesables. En estas ocasiones, prefiero callar y me surge la duda existencial del crítico, incluso del cronista: cómo ser capaz de hablar mal de algo sin ser hiriente y sin causar mal al que con tanta ilusión se puso a crear.

Por mera envidia de quien no puede acudir a todos los espectáculos, leo cientos de críticas, poniendo especial interés en aquellas que cumplen con el sagrado deber de evitar que pierda el tiempo y el dinero acudiendo a espectáculos nefastos donde el o la ejecutante completa todos los significados de la palabra ejecutar y lo hace con obra y público. Algunos críticos merecen estar en ese parnaso único de los que, liberados de compromisos comerciales y personales, son capaces de afilar la pluma cual bisturí. Por suerte social, no pertenezco a ese género de almas solitarias capaces de granjearse la peor de las enemistades por defender su verdad. Nunca alcanzaré esos niveles de honor y gloria que me permitan acudir en solitario a los espectáculos con el honrado propósito de contar todo lo malo que allí suceda. Prefiero comulgar con la masa, disimular y pasar de puntillas, no crearme más enemigos que los que me tocan por defecto, pues nadie anda libre de malas gentes en las proximidades.

Entiendo la soledad del crítico como la única posible, porque no existe peor punto de partida que haber trabado amistad con quien sube al escenario. En estos casos, buscar el equilibrio entre ser un palmero o un traidor se torna casi en un imposible. Ante la amistad sincera o el compromiso ineludible no hay otra alternativa que buscar la excusa que evite esa copa amarga. Si por obligación tengo no sólo que acudir, sino también que opinar, reúno todos los marcos incomparables que pueda sacar de la chistera, les recorto un poco las puntas para disimular exageraciones y armo algo bonito, adjetivo que encarna más insipidez en sí mismo que un tomate de plástico.

Y en esas andamos, tratando de elegir bien a dónde se acude para que la crónica sea veraz y los amigos sigan siendo amigos. Mal oficio.

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