Bajo el lúgubre y opresivo zumbido de los «malditos tacones» se alza la voz femenina en un grito tan silencioso como devastador. La nueva propuesta dramática representada en el Teatro Bellas Artes nos sumerge en un denso y sofocante universo donde la lucha de poder se torna visceral, casi física, dejando cicatrices profundas en los cuerpos y almas de dos mujeres que, en muchos sentidos, representan la universalidad de un conflicto largamente arraigado en la sociedad: el poder y el sometimiento.
El dramaturgo y responsable del texto, Ignacio Amestoy, con una pluma afilada, nos presenta a dos mujeres poderosas en su soledad, enfrentadas al yugo de un poder masculino inmutable, corrupto y asfixiante. Por un lado, la gran Victoria Burton (Luisa Martín), matriarca de una dinastía privilegiada y, por otro, María García (Olivia Molina), una abogada enfrentada a la cruda realidad de que, por más que suba, siempre será observada desde arriba. El enfrentamiento entre estas dos mujeres no es solo dialéctico, es una guerra de supervivencia en un tablero de ajedrez donde el rey siempre ha sido hombre. Sin embargo, lo interesante en la dramaturgia de Amestoy (Premio Nacional de Literatura Dramática, 2002) es no haber recurrido a los clichés de la víctima pasiva. Victoria y María no se limitan a soportar el peso de una sociedad patriarcal; en lugar de ello, lo desnudan, lo confrontan y lo deconstruyen. Aquí, la palabra se convierte en un arma tan afilada como el más certero puñal, y los diálogos entre Martín y Molina hierven de una tensión contenida, pero feroz.
El texto, sin ser explícito, nos evoca constantemente la figura de un Agamenón omnipresente, el arquetipo del hombre poderoso capaz de ejercer control a través del miedo y la sumisión. Ese poder, invisible pero opresivo, es el conflicto comunicante de estas dos mujeres. La sombra de este Agamenón simbólico no solo pesa sobre Victoria y María, también se extiende sobre todas las mujeres cercadas, aisladas y sometidas en una sociedad que, como bien sugiere el texto, sigue gobernada por un «poder corrupto, con identidad de sexo». Amestoy, con astucia, nos obliga a preguntarnos: ¿qué significa realmente el poder? ¿Es algo que se posee o es simplemente una ilusión impuesta? Y, sobre todo, ¿qué significa para una mujer en un mundo construido por y para hombres? Sin embargo, no solo Agamenón acecha entre las sombras del libreto. Electra, Edipo y las amazonas también hacen su aparición, dibujando un tapiz mitológico que, en ocasiones, parece encajar a la fuerza dentro del discurso de una Victoria Burton fascinada por el poder ancestral y la maldición cargada sobre sus espaldas.
El dramaturgo bilbaíno introduce también una reflexión crítica sobre el poder del apellido, de la estirpe y lo que significa perpetuar un legado. Victoria Burton es el epítome de la obsesión por la herencia, convencida de que su apellido debe preservarse como si de una corona se tratase. En su concepción, el linaje es una jaula dorada, una prisión simbólica de la que no se puede escapar. La trama nos recuerda constantemente que, en este mundo, llevar un apellido va mucho más allá de un símbolo de identidad; es un lastre, una condena. El contraste entre Victoria, prisionera de su apellido, y María, quien ha construido su identidad desde cero, alimenta uno de los conflictos más interesantes de la obra. Mientras Victoria siente que su vida está predestinada por el poder y los pecados de su familia, María lucha desesperadamente por definir su propio destino, aunque se ve constantemente confrontada por un sistema pensado para domesticarla, cercarla. Estos tacones «malditos», entonces, simbolizan tanto el poder como la opresión; son el símbolo de un legado clavado en la carne de quien lo hereda y capaces de condicionar su capacidad de moverse con libertad.
Sin embargo, a pesar de la riqueza temática y la intensidad de las interpretaciones, el mayor desafío de esta propuesta es que su ambición parece a veces desbordar su propio marco. El libreto de Amestoy, aunque cargado de ideas poderosas y metáforas brillantes, parece quedarse atrapado en su propia estructura. Los enigmas, las referencias griegas y las revelaciones no logran trascender más allá del escenario, como si la obra quedara incompleta. No llega a penetrar en esa capa emocional más profunda que uno esperaría de un texto tan denso. El espectador puede quedarse con la sensación de que hay algo por decir, algo oculto tras los diálogos, pero nunca revelado del todo.
La directora Magüi Mira, una maestra en el arte de desentrañar los matices ocultos del texto, nos ofrece una puesta en escena sobria pero contundente. El espacio escénico se convierte en una prisión simbólica, donde los movimientos de las protagonistas se ven cercados, como si una jaula invisible las rodeara. Esta limitación de movimiento no solo refleja el encierro físico, sino el mental, el emocional, el estructural, que como sociedad hemos perpetuado sobre las mujeres. Cada paso en esos «tacones malditos» parece resonar con el eco de generaciones silenciadas, de cuerpos heridos y voluntades domadas. La dirección de Mira no solo potencia los diálogos, integra cada recurso teatral en un engranaje, reforzando las capas ocultas de la obra.
Luisa Martín, en el papel de Victoria Burton, compone un retrato imponente de una matriarca atrapada en las cadenas de su estirpe. Con una presencia escénica que ocupa cada rincón del escenario, esta archiconocida actriz televisiva con una treintena de obras a sus espaldas, encarna a una mujer cuya identidad ha sido forjada alrededor del poder y la tradición familiar, pero cuyo peso la ha dejado emocionalmente atrapada. Su Victoria es una figura de aparente fortaleza que, bajo la mirada aguda de Mira, va revelando fisuras profundas. Cada palabra pronunciada está cargada de años de represión, de secretos ocultos y de decisiones moralmente cuestionables. Martín interpreta a Victoria con una sutileza magistral: su cuerpo, siempre contenido, se desplaza por el escenario con la elegancia propia de una mujer que ha aprendido a dominar su entorno, pero en su quietud resuena el eco del agotamiento. Sus momentos de mayor vulnerabilidad, cuando la luz cenital de José Manuel Guerra cae sobre ella, iluminan las grietas de su personaje, revelando las contradicciones entre el poder que ostenta y las debilidades que esconde. Cuando Martín queda atrapada bajo esa luz, el peso del apellido Burton se posa directamente sobre sus hombros.
Por otro lado, Olivia Molina, como María García, ofrece una interpretación llena de energía y determinación. Mientras Victoria representa el poder heredado, María encarna la lucha por sobrevivir y prosperar en un mundo no diseñado para ella. Molina dota a su personaje de una intensidad palpable; María no solo busca la verdad, la exige con cada mirada y gesto. A través de su interpretación, esta actriz de teatro –“Perfectos desconocidos” (2018-2020)–, cine –“Mi otro Jon” (2023)– y televisión – “La valla” (2020)– explora la frustración de una mujer que, aunque brillante y hecha a sí misma, siempre es vista como una intrusa en el sistema de poder que Victoria representa. Molina, especialmente, brilla en los momentos donde su personaje parece estar a punto de quebrarse, pero se sostiene con una resiliencia casi feroz. En definitiva, a través de su actuación, Molina convierte a María en una activista contra un sistema que, como los alambres que cercan a las protagonistas, aprieta cada vez más, limitando su movimiento y su capacidad de respirar.
La plataforma giratoria diseñada por Curt Allen y Leticia Gañán es quizás la metáfora visual más potente de la obra, evocando los giros del destino y la multiplicidad de puntos de vista desde donde observar el conflicto. Bajo la batuta de Mira, este elemento escenográfico se convierte en un recurso dinámico para reflejar la lucha de las protagonistas por desentrañar los enigmas del poder, la verdad y la mentira. La plataforma, al moverse, invita al espectador a reconsiderar las posiciones de las dos mujeres, obligando a ver los conflictos desde nuevas aristas, igual que la obra invita a reexaminar los valores y las decisiones de sus personajes. Este movimiento continuo simboliza el ciclo inquebrantable del poder y la herencia, como si las protagonistas estuvieran atrapadas en una rueda que nunca deja de girar.
La iluminación de José Manuel Guerra añade otra capa significativa al subtexto. La predominancia de la luz cenital en momentos de introspección refuerza el aislamiento emocional de las protagonistas, lanzando una luz cruda y directa sobre sus más profundas verdades y mentiras. Los cambios tonales y de intensidad durante los diálogos acentúan la carga emocional, subrayando los choques de poder entre Victoria y María, mientras sus palabras afiladas cortan el aire. Por su parte, la música de Santiago Martínez se convierte en un personaje más. Su afilado acompañamiento sonoro pesa sobre las escenas como una sombra, casi hiriendo la acción con sus notas graves y su tempo calculado. La música, lejos de ser un mero acompañamiento, se entrelaza con las emociones en juego, acentuando la gravedad de las decisiones y el tormento interno de las protagonistas.
Dramaturgo: Ignacio Amestoy
Versión y dirección: Magüi Mira
Reparto: Luisa Martín y Olivia Molina
Ayudante de dirección: Antonio Sansano
Escenografía: Curt Allen y Leticia Gañán (Estudio Dedos Aaee)
Iluminación: José Manuel Guerra
Música: Santiago Martínez
Diseño de vestuario: Gabriela Salaverri
Jefe técnico: Ignacio Huerta
Jefe de producción: Juan Pedro Campoy
Ayte. de producción: Paloma Parejo
Gerente: Guillermo Delgado
Técnico de iluminación: Marc Jardí
Técnico de sonido: Felix Botana
Maquinista: José Herradón
Diseño de cartel: David Sueiro
Fotografía de cartel: Javier Naval
Productor: Jesús Cimarro