Natalio Grueso, al frente de la dramaturgia, y Rubén Szuchmacher, como director, nos invitan a revivir el relato del dramaturgo y guionista estadounidense Arthur Miller adentrándonos en la vida de Willy Loman (Imanol Arias), un viajante de comercio sexagenario que ha dedicado toda su vida a trabajar de forma infatigable en la misma empresa. Sus pensamientos ilusorios y la caída de su productividad le llevan a perder el norte. Su único apoyo es el de su inseparable y comprensiva mujer Linda Loman (Virginia Flores) y el de unos hijos, Biff Loman (Jon Arias) y Happy (Carlos Serrano-Clark) que aparecen y desaparecen a su antojo y conveniencia. A medida que se complican los acontecimientos y sus sueños se desvanecen, todo se precipita hacia un final trágico, al que el vencido viajante parece inexorablemente abocado.
Huyo, o por lo menos lo intento, de las frases hechas, pero los clásicos ni pasan de moda ni envejecen y, precisamente por ser clásicos, siempre están de actualidad y cualquier mirada es bienvenida y vigente. Esta concepción es perfectamente aplicable al texto de uno de los mejores literatos de la mitad del siglo XX. Arthur Miller hace una lúcida crítica al capitalismo salvaje disfrazado del “sueño americano” y a la aniquilación de las virtudes y principios morales. Para ello construye unos personajes abducidos y apesadumbrados por sus temores y fracasos. El retrato de los años cincuenta del siglo pasado es perfectamente extrapolable a nuestros días, con una filosofía presente en algunos trabajos o marcadas actitudes. Por estas mismas razones es elogiable la valentía de Natalio Grueso de devolver el libreto a los escenarios. En su faceta como adaptador, sabe extraer todas las reflexiones mencionadas y ponerlas ante los ojos de los espectadores. Con buen criterio, el también escritor ha reducido personajes y acortado el tiempo de la representación a las dos horas, sin rebajar el conflicto ni la tensión entre los personajes. No obstante, algunas de las escenas de la infancia podrían haberse acortado aún más o incluso suprimirlas por redundantes.
La dirección recae en el argentino Rubén Szuchmacher, un estudioso de las artes escénicas en general y del teatro en particular. Su trabajo va en la línea de la dramaturgia con una puesta en escena sobria, solvente pero demasiado directa. En un libreto donde la crítica es tan explícita hubiera potenciado los detalles, la relajación en algunas escenas y, en definitiva, el carácter simbólico de los elementos mencionados. Por otra parte, valoro muy positivamente la habilidad para mantener el conflicto como eje central de la acción e ir variando las causas del mismo y a sus protagonistas. Dicho de otro modo, la decadencia personal y comercial del personaje central se entremezcla con la difícil relación con sus hijos, la distorsión del núcleo familiar, la falta de recursos económicos, los problemas de salud mental y un pasado con asuntos sin resolver que sigue muy presente. Esta buena comunión entre todos los temas se traduce en un trabajo completo, vistoso y funcional. Potenciado con la buena distribución del reparto en el escenario, con cuidadas entradas y salidas, y orientado a los focos de conflicto antes mencionados.
Su amplia experiencia en la dirección, con más de una veintena de obras, y su labor docente, convierten a Szuchmacher en un maestro de las técnicas y recursos teatrales. La principal, en Muerte de un Viajante –premio Pulitzer en 1949, además del premio Tony y el premio de la crítica en Nueva York– es la retrospección o Flashback, donde quizá en algunas escenas cueste entender dónde empieza y termina la analepsis. En esta línea, aunque no sea una técnica en sí misma, me fascinó la buena implementación sobre las tablas de muchos de los síntomas de trastornos psicóticos presentes en el protagonista, como la desorganización en el pensamiento y el habla, los delirios o las alucinaciones en forma de voces. Elementos rara vez incluidos en el teatro y aplicados de forma inteligente y oportuna en esta adaptación.
La excelente actuación del reparto es otro de los motivos para asistir a la representación. Los cinco actores y dos actrices realizan un trabajo descomunal con unos personajes muy complicados de dar vida por la enorme profundidad que encierran. La familia protagonista vive, o mejor dicho, malvive bajo la amargura y el quebranto, con cualquier ápice de esperanza truncado al instante. El mejor representante de esa aflicción latente es Willy Loman, un viajante de comercio que ha entregado todo su esfuerzo y su carrera profesional a la empresa para la que lleva trabajando toda su vida y tras su bajo rendimiento en los últimos años tiene los días contados. Este es el reto interpretativo asumido por Imanol Arias y por el que firma el mejor papel de su carrera teatral. El prestigioso y condecorado actor, quien ya trabajó a las órdenes de este director en Calígula, interpreta con brillantez todas las taras de su personaje, recita su texto con la falta de esperanzas y las ilusiones vacías y prácticamente da forma material y visible a la demencia, soledad, psicosis y en última instancia patetismo. Casi sin despegarse, le acompaña Cristina de Inza en el papel de Linda, su mujer. Actor y actriz ya compartieron escenario en El coronel no tiene quien le escriba, en este mismo recinto, y a pesar del excelente tándem en esa ocasión, esta actuación lo supera. Inza representa como propio la eterna figura de la esposa sufriente sin ápice de sobreactuación y llena de ternura y calidez tanto a su personaje como a la obra en su conjunto.
Los vástagos representan el arquetipo de jóvenes complicados, despreocupados y con un culto vehemente a la estética. Jon Arias interpreta a Biff Loman, cuya única filosofía de vida es obrar de forma opuesta a la que le inculcaron, a raíz de una escena en su adolescencia desencadenante del conflicto. Arias sabe interpretar con solvencia el rencor, odio y venganza de su personaje y exteriorizarla en su justa medida. La dificultad quizá sea doble por compartir escenario y parentesco con su padre Imanol Arias, aunque ese hecho no le haga amilanarse en ningún momento. A su lado, Carlos Serrano-Clark interpreta a Happy, el hijo eclipsado por su hermano que trata de conseguir por todos los medios la aprobación de su padre. Quizá sea el personaje más libre y con menos ataduras y eso le permite introducir recursos cómicos y relajar la carga emocional con atino y buen acierto.
Completan el reparto otros rostros conocidos de los espectadores, por participar en la anterior adaptación de García Márquez, como Jorge Basanta con dos facetas opuestas: por un lado, la cara amable y comprensiva en el papel de Charley, el mejor amigo del protagonista, y por otro como Howart, su mezquino jefe y Fran Calvo en el papel del exitoso y triunfador hermano, Ben, y Bernard, el mejor amigo de Biff, quien también consigue sus aspiraciones. A mi juicio este actor, al que he tenido oportunidad de verle en varias ocasiones, es uno de los más polivalentes de la escena actual. Por último, Virginia Torres, como la amante del protagonista, es un torbellino y sus contadas apariciones aportan aire fresco a la representación y un foco de conflicto determinante en la misma.
Los recursos escenográficos van en la línea de la parquedad de esta propuesta. Así ha concebido Jorge Ferrari la disposición de los elementos en escena, tan solo unas sillas y una pared enladrillada. Sin apreciar ningún error, considero que se podría haber sacado más partido con algún juego de alturas o efecto óptico. Algo similar ocurre con la videoescena, un recurso mal aprovechado. Por el contrario, la iluminación de Felipe Ramos consigue ambientar el acogimiento y sobriedad de las escenas y terminar de introducirnos en este drama teatral.
En esta fiel adaptación del clásico de Arthur Miller con una inteligente y funcional puesta en escena y una magnífica actuación del reparto, revivirán La muerte de un viajante
Muerte de un viajante |
Dramaturgo: Arthur Miller Dirección: Rubén Szuchmacher Versión: Natalio Grueso Reparto: Imanol Arias, Jon Arias, Jorge Basanta, Fran Calvo, Diseño de escena y vestuario: Jorge Hugo Ferrari Diseño de iluminación: Felipe Ramos Diseño sonoro: Barbara Togander |