La trama nos sitúa en la noche de Navidad, allí la familia Amesti se reúne para celebrar las fiestas, pero la llegada de la hija desde Londres trae consigo una sorpresa inesperada: su pareja, una mujer irlandesa cuya apariencia es etérea. Mientras el desconcierto se apodera de la mesa, cada miembro de la familia deberá decidir si acepta a esta presencia o enfrenta la posibilidad de que su hija haya perdido la razón. Lo que comienza como un enredo hilarante, se convierte en un juego de espejos donde todos revelan sus propias fantasías y autoengaños, mostrando que, en el fondo, cada uno necesita su propia ilusión para seguir adelante.
La premisa de que una familia se reúna para cenar y que, poco a poco, vayan saliendo los fantasmas del pasado no es precisamente novedosa en la dramaturgia, pero, Markos Goikolea utiliza esta base como trampolín para construir una historia tan desternillante como ingeniosa. Lejos de caer en los clichés del género, el autor introduce un elemento disruptivo que desmonta las certezas de los personajes y da pie a una comedia que juega con la percepción de la realidad y el autoengaño. Además, su libreto va desplegando capas de significado y subtramas que enriquecen el relato, alineándose con la premisa principal y reforzando su carácter reflexivo. Ya sea la crisis personal de uno de los personajes, la necesidad de reconocimiento de otro o el miedo al cambio se teje con naturalidad dentro del relato, potenciando la sensación de que todos, de una manera u otra, vivimos atrapados en nuestras propias narrativas.
El también guionista, nacido en Pamplona, con origen vizcaíno y afincado en Barcelona, demuestra un dominio del ritmo teatral sorprendente para ser su primer texto largo. Los diálogos son ágiles, mordaces y naturales, con una construcción de personajes que, aunque en principio parezcan arquetípicos, se van revelando más complejos a medida que avanza la obra. No hay moralejas forzadas ni discursos impostados; el humor es la herramienta con la que se invita al espectador a reflexionar sobre la aceptación, las creencias y los límites de la convivencia. La función también nos habla de las cosmovisiones que cada personaje tiene del mundo y de cómo es mucho más fácil ver los defectos de los demás o encontrar soluciones para la vida ajena que enfrentarnos a nuestras propias contradicciones. En esta familia, cada miembro está atrapado en su propia fantasía, en las mentiras piadosas que se cuentan a sí mismos para sostener su identidad y su lugar dentro del núcleo familiar.
La dirección de Mireia Gabilondo es directa, rápida y extraordinariamente bien orquestada. Potencia el dinamismo del montaje sin renunciar a los momentos de pausa necesarios para aflorar la verdad emocional de los personajes. Con una propuesta escénica que evita el estatismo y juega con la tensión y el ritmo de la comedia, la también actriz de cine y televisión consigue que la obra fluya con naturalidad, manteniendo al espectador siempre atrapado en el vaivén de situaciones absurdas y revelaciones inesperadas. A su vez, saca un gran partido de su elenco, logrando que los actores se apropien del texto con una frescura y espontaneidad para reforzar el carácter naturalista de la historia.
Los cuatro actores están más que correctos en sus respectivos roles, pero si hay que destacar un nombre, ese es el de Carolina Rubio, quien se convierte en el alma de la comedia y arranca las carcajadas más sonoras de la noche. Su trabajo interpretativo es espectacular, desplegando una vis cómica extraordinaria que brilla en cada intervención. Su expresividad corporal, sus muecas y su naturalidad elevan cada escena en la que aparece, demostrando un dominio absoluto del tempo cómico.
En el papel de Martín, el hermano cuarentón que aún cree en la reconciliación con su exmujer, Iñigo Azpitarte construye un personaje tan desesperanzador como cómico. Su interpretación es brillante en su simpleza, recreando a un hombre ingenuo, torpe y completamente perdido en su propia fantasía. Martín es ese tipo de personaje que despierta la risa, pero también una cierta lástima: es tan iluso que resulta casi entrañable. Por su parte, Iñigo Aranburu encarna con maestría a un padre tan iluso como exasperante. Su personaje, un hombre convencido de que la clave del éxito reside en la autosugestión y los mantras de la psicología positiva, es el perfecto ejemplo de cómo el autoengaño puede ser casi una religión. Este actor maneja con precisión la bonhomía cargante de su rol, con una sonrisa impostada y un entusiasmo que raya en lo patológico. Su forma de hablar, sus gestos excesivos y su ceguera ante la realidad convierten cada una de sus intervenciones en un auténtico espectáculo cómico.
Dejo para el final el rostro quizá más conocido del reparto, Eva Hache, quien demuestra una vez más por qué es una de las mejores cómicas de nuestro país. Su personaje es el detonante perfecto para amplificar el desconcierto familiar, y su interpretación está cargada de matices que elevan la comedia a otro nivel. Su pragmatismo choca de lleno con la espiral de absurdos que se van sucediendo en escena, mientras que su nerviosismo, lejos de ser un recurso descontrolado, está milimétricamente medido para que cada gesto y cada réplica golpeen en el momento justo. Lo que hace brillar aún más su trabajo es su expresividad facial y corporal, absolutamente desbordante. Sus miradas de incredulidad, sus gestos contenidos o exagerados según lo requiera la situación y su dominio del ritmo cómico la convierten en un imán para el espectador. Además, su personaje introduce un nuevo elemento de desestabilización, añadiendo más leña al fuego en una función que no deja de virar entre lo disparatado y lo profundamente humano.
La escenografía de Fernando Bernués es elegante y realista, recreando con precisión un salón familiar donde transcurre la acción. Destaca el uso de la terraza como elemento de evasión, un detalle simbólico que refuerza el deseo de los personajes de escapar, aunque sea momentáneamente, de su propia realidad. Este planteamiento se complementa con el diseño de iluminación de Xabier Lozano, que delimita espacios y marca los cambios de tono con sutileza. Juntos, Bernués y Lozano crean un entorno escénico funcional y naturalista, pero con una carga simbólica que enriquece la obra sin imponerse sobre ella.
Dramaturgia: Markos Goikolea
Dirección: Mireia Gabilondo
Reparto: Eva Hache, Carolina Rubio, Iñigo Aranburu e Iñigo Azpitarte
Escenografía: Fernando Bernués
Vestuario: Ana Turrillas
Diseño iluminación: Xabier Lozano
Música: Iñigo Azpitarte
Ayte. dirección: Virginia Rodríguez
Regidora: Cristina Berhó
Dirección de producción: Nadia Corral
Producción: Octubre Producciones y La Tentación