En los tiempos del menos es más, del “imagínate que allí hay una puerta”, de hacer de la obligación virtud, de escenarios desnudos y actores pluriempleados que encarnan “en horas dos”, veinte personajes, La hija del aire de Mario Gas reverdece antañonas sensaciones, cuando más era más. En honor a la verdad, no hay otras opciones con esta reinterpretación de la leyenda de la reina Semíramis que nos regaló don Pedro para hablarnos de tantas cosas que no caben en una crítica. De hecho, no es una obra, sino dos. El 13 de noviembre de 1653 se representó la primera parte. Tres días después, la segunda. Las presenciaron Felipe IV y Mariana de Austria, la que iba a ser su nuera y acabó siendo su esposa. No se representó en ningún corral, claro. Se representó en el Real Coliseo del Buen Retiro, lugar adecuado para las majestuosas escenografías de los Cosme Lotti y Baccio dei Bianco. Disculpen la profusión historicista, pero conviene saber que en La hija del aire más es más. Y conviene saber que Mario Gas, maduro debutante en esto del teatro clásico, ha dado con el ambiente, el tono, el aire al fin y al cabo, adecuados...