Las relaciones familiares siempre han sido un territorio fértil para la reflexión dramática. En el seno de la familia se encuentran los vínculos más profundos y complejos, donde el amor y el resentimiento coexisten de manera turbulenta. Cuando una tragedia irrumpe en este delicado equilibrio, como una enfermedad o la muerte, emergen de las sombras conflictos latentes, secretos inconfesables y deseos reprimidos. En ese momento, la fragilidad de los lazos familiares se pone a prueba, y lo que parecía ser inquebrantable comienza a tambalearse. Así, frente a la inminente pérdida, no solo surgen el dolor y la angustia, sino también las más crudas manifestaciones de egoísmo, ambición y deslealtad. Dichos desencuentros nos invitan a reflexionar sobre lo que realmente une a las personas: ¿es el amor, la sangre o el interés? ¿Y qué sucede cuando lo emocional se enfrenta a lo material? Estas son algunas preguntas que sobrevuelan en esta obra representada en los Teatros Luchana.
La madre de René y Patricia se encuentra en su lecho de muerte en el hospital, y ha dejado claras sus últimas voluntades en un documento: ambos hermanos deben acudir juntos a verla antes de su fallecimiento; si no, su derecho a la herencia se verá comprometido. Sin embargo, René, quien lleva años distanciado de su familia por su identidad, su sexualidad y su estilo de vida, se niega a cumplir esta petición, desatando una serie de intentos desesperados por parte de su tía Célica y su hermana Patricia para convencerlo. El problema es que René vive inmerso en su propio mundo, profundamente enamorado en secreto de su vecino David, un guitarrista endeudado quien parece ser su única compañía. Lo que sigue es un enfrentamiento entre los valores familiares, el dinero y la dignidad, con momentos de humor disparatado y reflexiones profundas sobre las relaciones y el precio de nuestras decisiones.
El autor y director Nicolás Pérez Costa nos ofrece una obra donde desde el primer instante la tensión entre lo trágico y lo ridículo construye un universo familiar lleno de contradicciones y sombras. En esta puesta, lo luctuoso se mezcla con lo absurdo, lo que da lugar a un tono tragicómico que capta la atención del espectador de principio a fin. Mientras la madre agoniza en la cama de un hospital, las máscaras de los personajes caen y revelan sus verdaderas motivaciones. El texto destaca por su mordacidad y sentido del humor. Aunque la verdadera comedia surge de las disparatadas situaciones. Este ir y venir de ironías y pullas entre hermanos refleja las tensiones acumuladas durante años, y, al mismo tiempo, nos saca una risa por lo exagerado de sus reacciones. Sin embargo, es en las acciones desmesuradas y los malentendidos donde se da el verdadero festín de la comedia. Las situaciones alcanzan un punto casi grotesco, recordando por momentos a los dibujos animados, donde el descontrol físico y la confusión son protagonistas, mientras la banda sonora ideal sería la famosa «Yakety Sax» de Boots Randolph.
Más allá del humor, «Pájaro Negro» plantea cuestiones serias sobre las relaciones familiares y los intereses que se revelan ante la muerte. La obra nos invita a preguntarnos si todos tenemos un precio, y si realmente el dinero es capaz de comprarlo todo, incluso la lealtad o el perdón. René, el personaje que elige distanciarse de las expectativas familiares, enfrenta la difícil disyuntiva entre mantenerse fiel a sus principios y ceder ante la presión por asegurar una herencia. Aquí se plantea una reflexión sobre la dignidad personal: ¿qué valor tiene el dinero si para obtenerlo debemos traicionar nuestras convicciones más profundas? La obra nos empuja a cuestionarnos si realmente todo tiene un precio, o si la dignidad y los afectos familiares deberían estar por encima de cualquier interés material. Al final, el libreto muestra que, en el cruce entre lo emocional y lo económico, los vínculos pueden convertirse en transacciones, y el verdadero valor de una persona queda en juego.
La dirección de Nicolás Pérez Costa –“Dos tronos, dos reinas”(2024)– se apoya fuertemente en el lenguaje corporal y la gestualidad, con una clara reminiscencia al cine mudo. En varias escenas, los personajes se comunican más a través de sus movimientos y expresiones que por las palabras. Es un estilo casi caricaturesco, propio del vodevil clásico, que amplifica las emociones y las situaciones al punto de lo absurdo. La influencia de clásicos del slapstick y del cine de los años 20 es evidente: las persecuciones entre personajes, los equívocos visuales y la exageración física parecen salidas de una película de Buster Keaton o de un episodio animado. Un aspecto sobresaliente es el ingenioso uso de la música en vivo, con un acompañamiento al piano que aporta una capa adicional de emoción y tensión a la representación. La música no solo subraya la atmósfera luctuosa que impregna toda la obra, también acentúa los desencuentros y conflictos entre los personajes. Este recurso, ejecutado con precisión por una enfermera de muy mal genio, añade un toque de humor irónico, convirtiendo lo que podría haber sido un simple acompañamiento en un elemento narrativo fundamental.
El elenco entrega un conjunto de actuaciones que, aunque cercanas a lo histriónico, logran sostener el equilibrio perfecto entre el drama y la comedia exagerada. Maite Zumelzú se destaca como Patricia, la verdadera urdidora de toda la trama, un personaje que recuerda a los oscuros cuervos de Edgar Allan Poe. Con una actuación sensacional, esta actriz argentina destacada por sus composiciones actorales en series y telenovelas encarna la frialdad maquiavélica de una hermana con astucia calculadora, siempre al acecho, como un ave carroñera que sobrevuela la tragedia familiar con una sonrisa gélida. A su lado, Conchi Escudero brilla en el papel de la tía Célica, una figura posesiva y manipuladora que se aferra a la situación como una garrapata. Escudero despliega una actuación donde el chantaje emocional se convierte en un arma afilada, mientras empuja a René hacia la decisión que más le conviene. Sus apariciones en escena están cargadas de una energía abrasiva, siempre buscando atizar los fuegos del conflicto familiar.
Juan Ignacio Gé, en el papel de René, es el centro del torbellino emocional. Su personaje, complicado y lleno de matices, es interpretado con una mezcla de tremenda exageración y sufrimiento palpable. Gé adopta un enfoque casi operático, exagerando cada gesto y cada palabra, lo que resalta el tremendo peso emocional de su papel. Es el foco de la acción, el epicentro del caos, y su representación de un hombre atrapado entre sus propios principios y la presión familiar es tan desmedida como efectiva. Finalmente, Juan Paya cierra el reparto como David, el vecino cuyo interés pone el broche de oro a esta trama enredada. El también escritor y director aporta el toque perfecto de complicidad y oportunismo, una nueva capa de absurdidad a la ya disparatada situación. Su presencia es un catalizador del caos que transforma la tensión en un desastre cómico, sellando la comedia con una nota final inesperada y oportuna.
Dramaturgia y Dirección: Nicolás Pérez Costa
Reparto: Maite Zumelzú, Juan Ignacio Gé, Conchi Escudero y Juan Paya
Asistente de dirección: Juan Sut
Vestuario: Rubén Díaz Beas Fotografía: JAFCOR