Cuando se apagan las luces y el escenario del Teatro Infanta Isabel cobra vida, el público no solo asiste a una obra de teatro; se sumerge en un viaje íntimo y colectivo, en un homenaje sentido a uno de los poetas más luminosos y desgarradores de la literatura española: Miguel Hernández.
“Para la libertad” se erige como un montaje que es mucho más que un espectáculo teatral. Es una celebración de la palabra poética, un recordatorio necesario del compromiso con la libertad y una invitación a explorar la humanidad de un hombre cuya vida, truncada por el totalitarismo, sigue resonando con fuerza a través de sus versos. La obra no pretende reinventar a Miguel Hernández; más bien, lo acerca a nosotros. Lo desnuda en su sencillez y en su grandeza.
En cada línea, en cada transición entre los versos del poeta y las palabras creadas para enmarcarlos, se percibe el pulso de un hombre que se niega a morir y encuentra en la memoria colectiva su permanencia. Gabriel Fuentes, como director, respeta la profundidad de los versos de Hernández mientras les da una nueva resonancia teatral, con un lenguaje basculante entre lo cotidiano y lo sublime, entre lo íntimo y lo universal. La carga simbólica del relato es abrumadora y se despliega con sutileza y maestría. Los episodios de la vida del joven poeta trascienden de lo histórico o biográfico; se convierten en un espejo donde reflejar las luchas eternas del ser humano: la búsqueda de libertad, la resistencia frente a la opresión y el amor como refugio y motor. Desde el joven pastor que encuentra en los libros el alimento para el alma, hasta el preso que convierte su dolor en versos inmortales, la obra presenta una progresión que, además de conmover, invita a reflexionar sobre la fragilidad y la fortaleza del espíritu humano. En este sentido, el relato adquiere un poder simbólico más allá de la figura del autor y se convierte en un canto colectivo por la justicia, la memoria y la dignidad.
Miguel Hernández es, en esencia, una voz silenciada que nunca dejó de hablar. Su vida fue breve, pero su legado literario eterno, y este montaje permite encapsularlo y darle voz con una fuerza renovada. Los versos presentes en la obra, hábilmente seleccionados para cada momento de la narrativa, son como ecos que atraviesan el tiempo, dialogando con el presente de un público que no puede evitar sentirse interpelado. Canciones como “Las nanas de la cebolla” o “Llegó con tres heridas” no son solo piezas musicales que acompañan la trama; son los latidos de una época, testimonios de un hombre que sangró, luchó y pervivió. Estas melodías, combinadas con un texto teatral que exuda honestidad y reverencia por el poeta, reafirman la relevancia de escuchar a Hernández hoy, cuando las amenazas contra la libertad y la justicia siguen vigentes de muchas formas.
Uno de los mayores aciertos de esta producción de Okapi Producciones Teatrales es cómo su director convierte la belleza en una herramienta de resistencia. El libreto no se conforma con ser una crónica desgarradora de los pesares del poeta, sino que encuentra en su pluma, en su humanidad y en su risa, motivos para la esperanza. La narrativa salta entre el dolor y la celebración, entre la luz y la sombra, recordándonos que, incluso en las circunstancias más adversas, la poesía puede ser un refugio y un arma. Este contraste es esencial para entender la obra: no se trata solo de llorar por lo que fue, sino de celebrar lo que aún puede ser. La representación convierte el escenario en un espacio de encuentro y esperanza entre generaciones, épocas e ideales.
El elenco no se limita a la interpretación de los personajes; abraza una causa. Cada uno de los actores se entrega con una intensidad que pasa de lo meramente técnico para convertirse en un acto de reivindicación emocional y artística. Daniel Ibáñez se presenta como el alma de la obra, dando vida a un Miguel Hernández lleno de matices. Su interpretación es tan sincera como devastadora, logrando que el público sienta no sienta únicamente la tragedia de su historia, sino también la fuerza vital que definió al poeta. La gestualidad de Ibáñez es un lenguaje en sí mismo: cada movimiento, cada gesto de su rostro y de su cuerpo, es poesía en acción. Sus manos parecen escribir versos en el aire, sus ojos transmiten el brillo de la esperanza y el dolor del exilio interior, y su voz, cálida y firme, convierte cada palabra en un eco que resuena en el corazón de los espectadores. Lo extraordinario de su interpretación no radica solo en su habilidad técnica y vocal –aunque estas son impecables–, sino en cómo logra humanizar a una figura histórica tan mítica como Miguel Hernández. El también actor de cine (“Segundo premio”) no interpreta a un símbolo, sino a un hombre. Un hombre que soñó, amó, sufrió y nunca dejó de luchar, incluso cuando todo estaba perdido.
En la piel de Josefina Manresa, Eva Rubio encarna la fuerza vital del autor, recordándonos que, sin el amor y la lealtad de su esposa, el poeta no habría encontrado el mismo impulso para resistir. La actriz aborda a Josefina con una determinación conmovedora, mostrando a una mujer que, pese a las adversidades, nunca flaquea en su apoyo al hombre al que ama. Su paciencia y resiliencia atraviesan cada escena y el espectador es capaz de percibir la dimensión humana y emocional de Josefina como un pilar silencioso pero esencial. Por último, Pablo Sevilla reafirma su inmensa versatilidad escénica, transformándose con fluidez en una galería de personajes que enriquecen el relato. Desde la amistad inolvidable de Ramón Sijé hasta figuras menos conocidas de su entorno, Sevilla domina cada transición con una energía vibrante que captura tanto lo dramático como lo cómico. Su habilidad para cambiar de registro, a menudo en cuestión de segundos, imprime un dinamismo único a la obra, manteniendo al público atrapado en las múltiples dimensiones de la historia.
La música de Joan Manuel Serrat, con su intemporal capacidad de dar voz a los versos del poeta, excede el mero acompañamiento. Es el alma sonora del espectáculo. Canciones como “Las nanas de la cebolla” o “Llegó con tres heridas” se integran en la trama con una organicidad emocionante, impulsando la narrativa y evocando, con la cadencia de su melodía, el espíritu del poeta. La dirección musical de Daniel Molina, junto al respaldo y la asesoría del propio Serrat, no solo legitiman esta propuesta artística, la enriquecen, dotándola de una dimensión que trasciende lo teatral para convertirse en un acto de memoria cultural.
La escenografía de Isi Ponce y la iluminación de Juanjo Llorens se conjugan para crear un espacio íntimo y evocador, donde cada detalle parece susurrar los versos del dramaturgo. Ponce diseña un escenario minimalista, pero cargado de simbolismo, donde la plataforma giratoria se transforma con sutileza para recrear desde la huerta de Orihuela hasta las lúgubres cárceles franquistas. Este diseño, lejos de distraer, coloca al poeta y sus emociones en el centro, permitiendo al público sumergirse por completo en su mundo. Por su parte, Llorens utiliza la luz como un recurso narrativo, alternando entre sombras que reflejan los momentos de mayor sufrimiento y cálidos destellos que simbolizan la esperanza y el amor que guiaron al poeta. Juntos, logran un entorno teatral sin artificios, cercano, sincero y profundamente humano, como los propios versos de Hernández.
Director: Gabriel Fuentes
Director musical: Daniel Molina
Reparto: Daniel Ibáñez, Eva Rubio y Pablo Sevilla
Diseño de iluminación: Juanjo Llorens
Diseño de vídeo escena: Elvira Ruiz Zurita
Escenografía y vestuario: Isi Ponce
Espacio sonoro: Gaston Horischnkik
Producción: Pepe B Pérez, María Álvarez y Triana Cortes
Sonido: Enrique Rincón
Jefatura técnica: José Gallego
Regidor: Santiago Ayala