Uno de los pilares básicos de cualquier edición del Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro ha sido, y sigue siendo, el de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. La compañía estatal ha gozado, y espero que así siga siendo, de la simpatía del respetable. El patio de butacas de su segunda casa, el Teatro Adolfo Marsillach, ha registrado llenos absolutos, premiando así su buen hacer.
La pasada temporada de la Compañía Nacional de Teatro Clásico tuvo un claro protagonista, los textos de uno de los autores menos celebrados de nuestro teatro áureo, Calderón de la Barca. La organización ha intentado buscar aquellos textos que no se han representado dentro de la institución. Aquellos textos que escribiera en algún momento de su vida que estuviera holgado económicamente y diera rienda suelta a su imaginación dejando de lado la religión, la política y el honor.
En esta ocasión, y como ya lo adelantaba Lluís Homar, director de la compañía, hace unos días en rueda de prensa, la CNTC traería un estreno absoluto dentro de la institución a las tablas almagreñas, pues nunca en la historia de la compañía se había puesto en pie El gran teatro del mundo, de Calderón de la Barca. En dicha rueda de prensa Homar anunció que la puesta en escena, dirigida por él mismo, se centraba en la palabra, en la esencia de Calderón. Y qué razón tenía. La propuesta está desnuda de todo aquello que no tenga que ver con la palabra.
Cuando inicia la función las expectativas van creciendo por momentos. Un gigante aparato accionado con tremendo esfuerzo imita inclemencias meteorológicas como lluvia y truenos. Al inicio aparece el personaje del autor ataviado con una chaqueta de color azul y una falda de color verde, un bonito y actual contraste firmado por Deborah Macías que culmina con un cuevanuco (cesta de mimbre colgada a la espalda) que porta el actor y del que sale un simbólico árbol. Y llega el momento del desvanecimiento de la expectativa. Según van apareciendo en escena todos los personajes Homar va dejando al descubierto un desigual reparto de talentosos actores y actrices, pero sin brillo en el conjunto de la obra. Antonio Comas y Carlota Gaviño tienen en sus manos el peso de la obra, representando al autor y al mundo respectivamente. Lluís Homar apuesta para el resto del reparto por un grupo de jóvenes intérpretes. Clara Altarriba, Pablo Chaves, Malena Casado, Pilar Gómez, Yolanda de la Hoz, Jorge Merino, Aisa Pérez y Chupi Llorente, completan el elenco.
Otra de las bazas que puede remar a favor de obra es la música, en este caso compuesta y dirigida por Xavier Albertí. En las manos del percusionista Pablo Sánchez recae acompañar la declamación de los personajes con sonidos de batería, campanillas, xilófono, y algún que otro artefacto más que remata el texto de Calderón. Quizás la partitura esté en los textos que salen de boca del personaje Autor que en ciertos momentos de la representación canta y no declama.
El espacio escénico, obra de la escenógrafa Elisa Sanz, apenas cuenta con algunos elementos. Un estrecho panel que simula el cielo nublado, y que cuelga del peine, y tres paneles. Dos de ellos, los situados a derecha e izquierda del espectador, contienen sendas entradas y salidas, en un alarde imaginativo de plantear el nacimiento y la muerte. Pero eso es, precisamente, de lo que adolece el espectáculo. De fantasía e imaginación.
El diseño lumínico de Pedro Yagüe ayuda en todo momento a intensificar los parlamentos con esa especie de claroscuros en los que se adentran los personajes.
No es fácil. Nadie dijo que lo fuera. Es una empresa complicada. Pero no obstante, el rodaje y puesta a punto del montaje se perfilará con las futuras representaciones. Lo que no cabe duda es que sentarte a escuchar los versos de Calderón en una producción como esta, en definitiva, es un regalo para nuestros oídos. Lástima que no lo sea para el resto de los sentidos.
Y como se suele decir en el argot taurino, media entrada y tímida ovación al finalizar la función.