En un mundo donde la inmediatez y el ruido parecen haber reemplazado a la escucha auténtica, la comunicación –la verdadera, esa que nace del silencio compartido y de la mirada cómplice– se ha convertido en un bien cada vez más escaso y, por ello, más valioso. En el ámbito de la pareja, ese territorio emocional tan frágil como profundo, hablar con honestidad y escucharse sin filtros se vuelve un ejercicio de valentía. Esta comedia, que puede disfrutarse tanto en La Usina como en La Casa de Rovodorovsky Teatro, pone el foco en esta necesidad urgente de reconexión humana a través de una propuesta escénica tan hilarante como reveladora. Porque a veces, bastan tres segundos de lucidez –o de locura compartida– para que una vida entera cambie de sentido.
El relato nos presenta a Lola y Luis, quienes llevan más de treinta años casados. Su rutina está tan perfectamente engrasada que apenas hay espacio para la sorpresa… hasta que un suceso inesperado sacude su universo conyugal y les obliga, por primera vez en mucho tiempo, a detenerse y mirarse de verdad. Lo que empieza como una situación cotidiana pronto se transforma en una espiral de enredos, revelaciones y momentos tan absurdos como profundamente humanos. Una comedia tan descabellada como tierna sobre el amor, el paso del tiempo y esa chispa imprevisible que puede devolvernos al punto de partida… o llevarnos a uno completamente nuevo.
El libreto de Chus Martín parte de una premisa que, a primera vista, podría parecer reconocible: un matrimonio de larga duración enfrentado a una crisis que desencadena una serie de situaciones inesperadas. Sin embargo, lo brillante del texto radica en cómo desmonta esa familiaridad para construir una obra que va mucho más allá del retrato costumbrista. Lo que comienza como una comedia aparentemente ligera, casi televisiva —con ecos de Escenas de Matrimonio o de ciertas sitcoms de pareja— va ganando en densidad dramática a través de un entramado de diálogos ágiles, situaciones desconcertantes y, sobre todo, un inteligente manejo del subtexto.
Desde las primeras escenas se percibe un halo de misterio, de incomprensión soterrada, que impregna la acción como una atmósfera latente. No es fácil identificar qué ocurre exactamente, pero se siente que algo no encaja del todo, como si los personajes estuvieran atrapados en una especie de bucle emocional. Esa sensación de extrañeza no solo se mantiene, sino que se intensifica a medida que avanza la representación, para finalmente revelarse con una lógica interna impecable que da sentido a todo lo anterior. El tratamiento que Martín hace del tema de la comunicación –o mejor dicho, de la incomunicación conyugal– se aleja de la superficialidad. Bajo la comicidad de las discusiones cotidianas, los malentendidos y las réplicas mordaces, se esconde una profunda reflexión sobre la incapacidad de escucharse realmente tras años de convivencia. La obra subvierte los clichés del matrimonio en escena para mostrarnos algo más doloroso y auténtico: que el verdadero drama no siempre reside en lo que se dice, sino en lo que no se ha sabido decir durante décadas.
En lo formal, el texto demuestra un dominio del lenguaje teatral notable. El uso del aparte permite romper la cuarta pared con un efecto cómplice e irónico que enriquece el tono general. Los flashbacks y las recreaciones de escenas pasadas sirven para aportar información y, además, construir una narrativa fragmentada que se va recomponiendo como un puzle emocional ante los ojos del espectador. Lejos de ser un mero ejercicio de estilo, estos recursos están al servicio de un relato complejo sobre el amor, la memoria, el desgaste y esa chispa —a veces involuntaria— que puede volver a encenderlo todo o apagarlo definitivamente.
La dirección de Senén Marto es una de esas intervenciones escénicas que además de acompañar el texto lo amplifica y lo resignifica desde una lectura profundamente intuitiva e inteligente. El también actor comprende con precisión el tono híbrido del libreto de Chus Martín —esa mezcla de comedia absurda, subtexto dramático y halo de misterio— y lo traslada al escenario con una puesta en escena rica en matices, que transforma lo doméstico en simbólico y lo cotidiano en un tablero donde se libran auténticas batallas emocionales. Marto construye la representación como una suerte de duelo dialéctico entre Lola y Luis. La escena se convierte en un campo de juego que, por momentos, recuerda a una partida de ajedrez, con desplazamientos calculados, pausas estratégicas y réplicas que parecen jaques psicológicos más que simples intercambios verbales. Pero a esa estructura milimétrica, casi geométrica, se superpone una estética más fluida y coreográfica: los movimientos de los actores adquieren una cadencia casi dancística, como si lo que no se puede decir con palabras encontrara cauce en el cuerpo. Esta dualidad entre rigidez lúdica y sensualidad implícita es uno de los grandes hallazgos de la dirección.
El enigma que recorre la obra se apoya visualmente en un diseño lumínico preciso y aterrador. Las luces, bajo los mandos de José Carlos González, no solo delimitan espacios y tiempos, dialogan activamente con el decorado, creando atmósferas que cambian sutilmente, marcando transiciones emocionales más que escénicas. Esta alianza entre iluminación y escenografía subraya el carácter casi onírico de algunos pasajes y potencia la sensación de estar ante una realidad descompuesta, como vista a través de un prisma. La interacción con ciertos objetos escénicos —cuya importancia simbólica se va revelando poco a poco— está igualmente bien construida. Se convierten en extensiones del conflicto, casi personajes en sí mismos que concentran memoria, deseo o culpa. Mención especial merece también la interlocución con el público, trabajada con una naturalidad evitando el efectismo e integrándose con fluidez en el desarrollo de la obra.
El trabajo es uno de los pilares que sostienen y dan vida a la complejidad emocional que propone el texto de Chus Martín y la dirección de Senén Marto. El dúo conformado por Lola Fernández y Luis Pina responde con entrega y sinceridad al exigente tono de la propuesta y logra una química escénica que convierte cada escena en un pequeño universo de contradicciones, risas y heridas compartidas.
Luis Pina compone a un Luis profundamente reconocible: un hombre pragmático, de ideas simples y pasiones claras, cuya devoción por el Real Madrid roza lo espiritual, y que hace del sentido común su bandera, incluso cuando el mundo a su alrededor parece desmoronarse. Pina no se limita a representar un arquetipo masculino clásico, lo exagera con ironía, lo parodia con afecto, y consigue, con sus toques cómicos, que el espectador oscile entre la carcajada y la ternura. Su tempo es preciso y su corporalidad comunica incluso cuando guarda silencio. Es un personaje que podría resultar plano en otras manos, pero aquí cobra una dimensión insospechadamente entrañable.
Por su parte, Lola Fernández da vida a una Lola cargada de matices. Intelectual, más introspectiva y emocionalmente compleja que su pareja, la actriz maneja con sutileza el tránsito entre el control y la espontaneidad. Hay en ella una elegancia contenida que contrasta —y se complementa— con los estallidos de autenticidad que afloran conforme avanza la obra. Su personaje arrastra ciertas obsesiones —no explícitas, pero muy presentes— que la condicionan y que Fernández encarna con una mezcla de contención y vulnerabilidad muy acertada. Hay un momento en que, literalmente, “se suelta la coleta”, y ese gesto concentra toda la evolución de su personaje: de la rigidez autoimpuesta al redescubrimiento de sí misma.
Juntos, Lola Fernández y Luis Pina forman una pareja actoral sólida, divertida y emocionalmente resonante. No solo funcionan bien como contrapesos cómicos —él más impulsivo, ella más reflexiva—, también logran transmitir la complicidad y la fatiga de una relación de décadas, algo que no se puede fingir si no hay un trabajo profundo detrás. De hecho, uno de los méritos mayores del montaje es que, al terminar la función, uno se queda con ganas de seguir acompañando a estos dos personajes en su viaje, de saber qué harán después de ese punto de no retorno que han alcanzado.
Dramaturgia: Chus Martín
Adaptación: Senén Marto
Dirección: Senén Marto
Elenco: Lola Fernández y Luis Pina
Compañía: Neska
Diseño Cartel: Juan Carlos Ruiz
Técnico: José Carlos González