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Año VIIINúmero 379
23 NOVIEMBRE 2024

Antonio, de la calle Santa Clara a Hollywood

La Sevilla de los años veinte se preparaba para la gran Exposición Universal que cambió su historia, y que luego, volteando los números, otra exposición volvió a cambiarla, esta vez en el 92. La ciudad acaba de levantar un gran monumento a Cristóbal Colón, con grandes fastos, y el veranillo de San Miguel había traído consigo una gran faena de Juan Belmonte en la Maestranza.

En el barrio de San Lorenzo los niños jugaban en la calle, se amontonaban junto al compás del convento de la calle Santa Clara cuyo patio interior era el paraíso de los chavales al tener como epicentro una gran y misteriosa torre albarrana, la torre de Don Fadrique, por la que se subía hasta lo alto a través de un gran palo de madera. Era el reto de los más valientes. Y siempre ganaba el mismo, Antoñito.

El chaval vivía en la calle Álvaro de Bazán esquina Santa Clara. Iba al colegio de la calle Becas, a la vuelta de su casa, y era el más inquieto del grupo. Antoñito subía por el madero de la torre albarrana y arriba se ponía a cantar. Cuando por Santa Clara, los mayorales del Conde de Santa Coloma sacaban a pasear los caballos del conde, Antoñito los seguía imitando los pasos de los equinos. Pero su mayor felicidad era que llegara hasta su calle el organillo que se paraba a veces en el hotel Paraíso de la Alameda de Hércules, donde se alojaban los artistas. Entonces, aquel organillo se convertía en una Sinfónica para que Antoñito se pusiera a bailar, ante el asombro de todos.

Todas las tardes, su hermana mayor y una vecina, cogían a Antoñito entonces 7 años y a Antonia, una niña de cuatro, y los llevaban a aprender a bailar sevillanas a la academia del maestro Realito en la calle Trajano. El maestro pronto le vió potencial a aquel chaval inquieto y en semanas lo puso a enseñar los pasos a las más pequeñas. La madre de Antonio, Lola, fregaba escaleras para poderle pagar a su hijo las tres pesetas que costaba la Academia. El maestro Realito pensó que el niño tenía futuro. Y acertó.

Antonio Ruiz Soler, “Antonio el bailarín”, nació en la calle Rosario, cerquita de Plaza Nueva el 4 de noviembre de 1921. Que el niño quería bailar, lo vió claro su madre que después de llevarlo a Realito, donde aprendería un poco más que las sevillanas, lo metió en las clases del maestro Otero y posteriormente con el maestro Ángel Pericet Jiménez en la afamada academia de la Plaza de Zurbarán.

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En la academia de Realito, Antonio conoció a Rosario, una niña menudita como él, los emparejaron y como había posibilidad de actuar les pusieron un nombre: Los Chavalillos Sevillanos. Así se presentaron en una primera actuación en el teatro de la Capitanía General de Sevilla en 1928. Un año más tarde, fueron contratados para actuar en diversos festejos de la Exposición de 1929, llegando a actuar ante el Rey Alfonso XIII y la Reina Victoria Eugenia.

Fueron una revolución, comenzaron a salir contratos en Madrid y en otras ciudades españolas. Con los niños iba la madre de Rosario, que convertida en empresaria, era quien cerraba los contratos. En 1936, actuando en el Sur de Francia estalla la Guerra Civil española, y deciden aceptar las actuaciones que les habían ofrecido en Argentina. Ni Rosario ni Antonio se podían imaginar que aquel viaje y ausencia de España iba a durar más de diez años.

A principios de 1940 y tras realizar exitosas giras por Latinoamérica, llegan a Nueva York y comienza el periplo americano que incluyó Hollywood, donde Antonio graba las películas “Siegfield Girls”, “Sing Another Song”, “Hollywood Canteen” y “Panamerican”. Debuta como coreógrafo en un espectáculo del Carnegie Hall de Nueva York, con el ballet “Corpus Christi en Sevilla” y música de Albéniz, en 1943.

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En México estrena Antonio en 1946 el mítico Zapateado de Sarasate. En Estados Unidos conoce Broadway y a bailarines como Gene Kelly, quien fascinado por el flamenco tomaría clases con Antonio, como ya lo hiciera antes con otro sevillano, Antonio Triana, en Hollywood. En Nueva York Antonio bebe de los escenarios de la ciudad y de las majestuosas puestas en  de Broadway; aprende la importancia de los recursos teatrales, de la escenografía, el diseño de luces… y quiere volver a España.

Le han surgido nuevos contratos para el cine, y regresa en 1949 para grabar “José María el Tempranillo” y “Niebla y Sol”, de José María Forqué. Sin embargo su meta es otra, quiere formar su propia compañía, aunque antes hay otro episodio que marca su vida, y es la ruptura con su pareja de baile desde hace más de veinte años, Rosario. Sus vidas volverían a juntarse después de forma esporádica, pero fue una separación definitiva.

En el año 1952 Leonide Massine le ofrece el papel de “el Molinero” del “Sombrero de tres Picos” que interpreta en la Scala de Milán teniendo como partenaire a Mariemma. A su regreso, en 1953 funda su propia compañía, por fin su sueño cumplido.

Antonio se presenta por primera vez en solitario en el Festival de Música y Danza de Granada con un programa que incluía “Allegro de concierto” de Granados, alegrías y fandangos por verdiales. En 1953 graba una nueva película, esta vez bajo la dirección de Edgar Neville, “Duende y misterio del flamenco”, donde aparece por primera vez uno de sus bailes míticos: el martinete. La compañía empieza a realizar exitosas giras por todo el mundo, la figura de Antonio en el mundo de la Danza comienza a ser un mito.

En 1964 se embarca en la aventura de actuar en Rusia cuando España ni tenía relaciones diplomáticas con ese país entonces soviético, ni veía con buenos ojos esta gira. Antonio recordaba después en sus memorias que lo llamaron varios ministros para que desistiera, pero que se dio el gusto de hacer el viaje, aunque perdió mucho dinero. En Rusia fue un artista venerado donde puso en pie muchos teatros y donde regresaba cada temporada.

A partir de ahí relatar su vida artística es una tarea de titanes, tal es la dimensión de la misma. Durante años realizó exitosas giras internacionales, se le rendían grandes dignatarios de todo el mundo, lo asediaban admiradores como Picasso, Judy Garland, Ava Gadner, Grace Kelly, Nureyev…  Pero a Antonio lo que le importaba era su baile, y para ello se asociaba con grandes artistas de la época, como el pintor José Caballero quien le hizo numerosos diseños escenográficos, creaba obras míticas como “Sonatas del Padre Soler”, “Sinfonía galaica”, “Suite de danzas vascas”, “El Amor Brujo” y “El sombrero de tres picos”… Por su compañía desfilaron figuras de la Danza como Rosita Segovia, Victoria Eugenia, Víctor Ullate, Carmen Rojas, José Antonio…, pero también bailó con artistas clásicas como la mítica Ludmila Tcherina.

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En el año 1978 prepara ya la despedida de su ballet y comienza su última gira en el teatro Lope de Vega de Sevilla donde presenta un espectáculo al que llama “Antonio y su teatro flamenco, formado por un grupo reducido de artistas. El programa incluye una selección de palos flamencos: mirabrás, taranto, carcelera, tangos de Málaga, martinete, bulerías, caña, granaínas. La gira terminará en la ciudad japonesa de Sapporo, donde fue su despedida de los escenarios.

Pero la carrera en el mundo de la Danza aún no había acabado para Antonio, le quedaba otra etapa artística más, y ésta se produce cuando releva a Antonio Gades al frente de la dirección del Ballet Nacional de España en 1980, cargo en el que estará dos años. En el repertorio de la compañía institucional hoy se atesoran nada menos que dieciséis coreografías del maestro sevillano.

En el año 1987 realiza su última obra para la compañía de María Rosa, “La Romería del Rocío” que se estrena en el teatro Monumental de Madrid y luego en el Real Alcázar de Sevilla, donde Antonio acude y es vitoreado al final de la representación. La retirada de los escenarios  de Antonio es ya una realidad definitiva.

Sin embargo, aún nos dejó algunos regalos. En el año 1988 se celebraba la Bienal de Flamenco de Sevilla. En el hotel Triana, una antigua “corrala” con inmenso patio construido como hotel en la Exposición de 1929, se programó un día dedicado a Cádiz. En escena, artistas como Mariana Cornejo, Chano Lobato, Curro La Gamba, Juanito Villar…, y entre el público, de incógnito, un personaje que pronto fue reconocido cuando Chano Lobato le dedicó un cante. Era Antonio. Pero lo que nadie esperaba fue lo que ocurrió al final. Comenzó el fin de fiesta y entonces Antonio abandonó la balconada y bajó al escenario. El público se puso en pie, consciente de que iba a ver algo único e irrepetible. Cantaban Chano Lobato y Curro la Gamba por bulerías. Antonio, vestido de camisa estampada y chaleco azul, se arrancó por bulerías…, y fue la locura. Los artistas le hacían palmas, le jaleaban, chillaban su nombre, y el público, todo en pie, sentía que aquel momento estaría para siempre grabado en su memoria. Quienes lo vivimos lo tenemos como un tesoro guardado para que nunca se pierda.  

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Una grave enfermedad lo dejó en una silla de ruedas, él, que había sido todo genio, llegó al final de su vida sin poder mover sus piernas. El 6 de febrero de 1996 fallecía en Madrid. Las exequias se celebraron en Sevilla. Desde el ayuntamiento de la ciudad, donde fue expuesto el féretro, llegó al Cementerio de San Fernando. En el mausoleo que al artista había adquirido en 1970 está también enterrada su madre. Una figura de Antonio en bronce corona el enterramiento, obra de Juan de Avalos. Allí quedó.

Desde entonces, unos claveles rojos aparecen siempre el 4 de noviembre. Nadie sabe quien los pone, quien es la persona que todos los años festeja su cumpleaños, pero a Antonio ese día, nunca le faltan sus claveles.

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