Dirección y dramaturgia: Ana Graciani. Con: Chiqui Fernández y Rosa Merás. Voz: Ester Fernández. Músico: Juan Miguel Valero. Voz en off Albita: Sara Pinna
Amparo fue la cuidadora de Ángela, una anciana que está ahora en una residencia. Alba, que llegó hace un par de días a la ciudad, no ha ido a visitar a su madre, con la que lleva años sin hablarse. No siempre ha sido así. De esa relación entre madre e hija hay un testigo de excepción: la música. Y una playlist que ayuda a contar la historia de estas mujeres y a entenderla. Canciones que seguro también forman parte de tu vida y que te servirán para musicar y recordar cada momento vivido. ¿A qué tu también tienes tu playlist? ¿Y si es la misma que la nuestra?
Alba, que se dedica a la música indie que se mueve en prestigiosos circuitos y festivales internacionales, desprecia el tipo de canciones que le gustan a su madre. Ella piensa que no son más que temas absurdos, banales y machacones, solo aptos para las orejas más incultas de las últimas décadas, que, por otra parte, se cuentan por millones, ya que todas las canciones de la lista de su madre son grandes éxitos comerciales.
¿Por qué hay determinadas canciones que se convierten en hits? ¿Qué tienen determinadas letras o melodías, para remover, de una forma u otra, a millones de cuerpos o sensibilidades? Alba está convencida de que la gente se deja llevar por la simpleza y el marketing. Nosotros entendemos que las canciones que, a lo
largo de los años, se convierten en himnos populares son obras distinguidas por la gracia del público, porque la gente es capaz de verse en ellas, y que por ello tienen innumerables dueños, dueñas en este caso.
Así que será esta playlist, la lista de Ángela, la que nos haga danzar por las distintas historias de otras hijas y otras madres, en un laberinto de espejos donde la propia Alba terminará por verse reflejada.
Motivaciones de la autora
La relación madre e hija –y viceversa-, tan intensa, tan compleja, tan imprescindible, tan plagada de frustraciones proyectadas, de renuncias personales, de competencia mutua, de orgullo pleno, de exigencias imposibles, de generosidad extrema, de vampirismo, de intromisión, de auxilio, de manipulación, de amor… en definitiva, de emociones fronterizas, es un tema atemporal, vigente siempre. Pero si además la situamos en nuestro país y en nuestro presente, cuando y donde la mujer, en poquísimos años, ha dado un salto abismal para plantar los pies en un lugar tan distinto en la sociedad y en la familia, las aristas se afilan, cortan, hasta sangran.
Nos encontramos con madres que fueron criadas en el milenio pasado que han educado a sus hijas como buenamente han podido, entre el escándalo, la admiración y el desconcierto, obligadas en el empeño a darse la vuelta a la piel, como si fuera un jersey. Por otra parte, nos encontramos con hijas que escuchan con falsa condescendencia a sus madres mientras pretenden educar a sus hijos por la senda de la tolerancia y la libertad, con cierta confusión respecto a los límites y con la sensación de culpa a cuestas en la constante lucha por conciliar profesión y hogar.
Nos encontramos con modelos de familias diferentes. Y dentro de ellas, con mujeres que quieren ser el gallo del corral y la gallina clueca a la par. Y encontramos hijas. Hijas que ahora se ven obligadas a ocupar el rol de madre
de su propia madre. Mujeres al fin y al cabo unidas por el mismo cordón umbilical, por el vínculo más profundo que existe en la vida de toda hembra, la relación con su madre, hasta el momento de la propia procreación, cuando un nuevo cuerpo se desprende de su cuerpo, cuando la atadura, sin destensarse plenamente, por fin se afloja o termina por romperse sin remedio. Y la hija se convierte en madre. Y repite desmemoriada los pecados de su predecesora.
Sentimientos ambivalentes que trufan relaciones desencontradas, exclusivas, indestructibles, sobre las cuales, sobre su presencia o su ausencia, la mujer planta los cimientos de su identidad femenina; aunque reniegue de ello por los siglos de los siglos.
Hasta aquí las motivaciones teóricas para plantear este texto. Posteriores, he de reconocer, a las motivaciones reales, mucho más íntimas y personales. Confieso que necesito escribir esta historia para vomitar la controvertida, honda, y volcánica relación con mi madre, y la de mi madre con su madre. Y sospecho que la de mi abuela con mi bisabuela. ¿La mía con mi hija…? Necesito sacarla fuera, como exorcismo, porque ahora soy madre. Y los vicios detestados me acechan. El miedo por proteger a las crías los trae consigo. Los entreveo. Los huelo. Necesito escribir para observar. Necesito poner cierta distancia, ver desde fuera, contemplar a personajes ajenos que tienen una relación de madre e hija –y viceversa- completamente normal, tan tremenda, equívoca y profunda como la de cualquier mujer.
La relación madre-hija: Este tema ha sido tratado en la literatura y más concretamente en el teatro, sí. Sin embargo, no tanto como su transcendencia merece, a mi modo de ver. Y es que no solo del amor romántico se alimenta la mujer. Hay otros amores que también arropan, duelen y forjan. Y son dignos de revisar, de escudriñar, una y mil veces.