¿Cómo transformar al público en un coro? ¿Cómo hacer que las voces del público tomen el escenario? ¿Cómo crear un dispositivo de participación a partir de la música?
Estamos ante un ritual contemporáneo hecho de música, autoficción y participación. En el escenario, un chico con una guitarra invita al público a que cante con él. Sirviéndose de la música como lenguaje y lugar de encuentro, este trovador contemporáneo desgrana cantando las maravillas y miserias de relacionarnos con los otros. Los asistentes a la función tendrán que decidir si unir sus voces al rito, en un intento de crear un espacio en el que habitar la voz de los otros, de los extraños y de los enemigos, y mirarnos de nuevo.
¿Cómo conseguir un verdadero encuentro?
¿Cómo podrían el canto y el teatro permitirnos ver a los otros de manera más compasiva?
¿Tiene esto algún sentido, o son realmente los otros el infierno?
¿Podemos albergar alguna esperanza en la humanidad?
Según un estudio de la Universidad de Oxford, cantar en grupo facilita la creación de lazos afectivos entre las personas que lo hacen. Otro estudio reciente, de la Universidad de Michigan, ha demostrado que el canto en grupo parece desencadenar la secreción de oxitocina, una proteína implicada en el establecimiento de vínculos materno-filiales, sociales o relaciones de pareja. ¿Podría entonces el canto ser el puente para reconciliar lo irreconciliable, para descubrir a los extraños, para vivir en la piel del enemigo?