Los Figurantes es una de las obras cumbre de José Sanchis Sinisterra, fue estrenada en el Centre Dramatic de la Generalitat Valenciana con Dirección de Carme Portacelli en Febrero de 1.989 y según explica el propio Sanchis, el germen de esta obra se remonta a la época en la que trabajaba junto a José Luis Gómez en la dramaturgia de “La vida es sueño” para el Teatro Español, un trabajo que le brindó una excelente oportunidad de meditar sobre el destino de aquellas figuras condenadas a “aguantar la lanza”.
El texto (una reflexión de José Sanchis Sinisterra)
¿Quiénes son esos seres anónimos y oscuros que el dramaturgo arroja displicentemente al ruedo de la acción? Sin molestarse siquiera en darles nombre, cifra ni voz – a veces sí, unos versos, una sigla ordinal, apenas cuerpo…- les hace deambular como aturdidos por la trama; bultos opacos, sombras que discurren junto a la incandescencia de los otros, los verdaderos hijos de su fantasía: los protagonistas. Entran y salen generalmente inertes, como pequeños meteoros arrastrados por el paso fulgurante de una cometa: eterno séquito, cortejo, compañía, comparsa noble o plebeya, cortesanos o pueblo… no importa: nada les redime de su exigua identidad, de su casi no ser. Tienen encomendadas casi siempre las tareas penosas, los gestos más ingratos y anodinos, incluso a veces los cometidos francamente sucios. Papeles desairados, si los hay, pues ¿qué mayor desaire sobre un escenario que pasar inadvertido, que ostentar la anonimia?
Su destino implacable es el olvido, pero no ya al final, cuando el telón se abate, sino desde casi su misma aparición, ya que su presencia no tiene más remedio que erigirse en la frontera de la ausencia. Presencia precaria y muchas veces plural -que no coral: vestigios degradados son de tan ilustre antecesor, el Coro-, en ocasiones hablan al unísono, gritan más bien, ya que las más de las veces su discurso no sobrepasa el vítor o la asombrada exclamación. Pero incluso este parco don de la palabra se les concede pocas veces: suelen conformarse con ser testigos mudos -y hasta sordos, si conviene- de las grandes acciones y razones que los otros, los verdaderos personajes, cometen y acometen en plena impunidad. ¡Qué de locuras, crímenes, proezas, sacrificios y fastos han debido de presenciar con impotencia estoica y casi estatuaria! Colocados, pues, arbitrariamente, en tan último grado de la existencia ficcional, ¿no gozarán por ello del primero en la escala de lo real? ¿No serán, acaso, el eslabón perdido en esa cadena que vincula -misteriosamente, es cierto- lo imaginario de la representación con la realidad que lo produce y sustenta? La desazón y la reflexión se desplazan, inevitablemente, hacia esos otros “figurantes” de la vida y de la Historia. Hacia esos seres anónimos, insignificantes, condenados a actuar de comparsas en los grandes dramas, comedias, tragedias y farsas que tejen y destejen el destino de los pueblos en el Teatro del mundo. Ocurre a veces, sin embargo, que los comparsas se rebelan. Esas figuras grises, desvaídas, casi sin rostro y con papel exiguo, deciden de repente parar la representación, revisar el reparto, cuestionarse la obra y plantearse el gran interrogante: ¿Qué hacer? No es una tarea fácil. Y el primer obstáculo lo constituye precisamente su insignificancia, ese casi-no-ser que hay que sacudirse para acceder al nombre propio, a la significancia, a la presencia, a la querencia, a la acción. Para, en definitiva, dejar de ser «fondo» y llegar a ser «figura»; figurar, al fin, sin seguir siendo mera figuración.