Eran mujeres que entraban ya con 14 años a trabajar en la fábrica de “las perlas españolas”, como eran conocidas a mediados del siglo XX las perlas de Majorica, y que, de mayores, se enorgullecían de haber podido dar una educación a sus hijas, aunque ellas no sepan escribir -su legado se mantiene vivo gracias a la oralidad, de una lengua viva, de risas, de llantos-. Artesanas que, además, tejieron entre ellas una red de apoyo mutuo, de amistad, cuyo espíritu quizá se haya perdido en esta época mucho tan individualista, incluso a pesar de que cunda la precariedad.
Lo que ha quedado, eso sí, es una Mallorca “destruida», expresa la compañía. Porque el pueblo iba al ritmo de una Fábrica, la de Las Perlas, y los descansos de las obreras marcaban la sirena.
El espectáculo tiene un objeto como eje articulador: la perla artificial, el producto que las mujeres del levante de Mallorca han elaborado durante años. Una perla es sinónimo de glamour, de bonanza y de turismo de masas. Pero es también un artificio, una imitación, una mentira, que esconde sacrificio: manos de mujeres al servicio de la Fábrica.