La asignación de uno de los tres destinos a cada creador de la lista depende, en principio, de una ambigua combinación aritmética regida por el azar. Pero los funcionarios son también seres humanos -incluso, según vamos descubriendo, tuvieron en el pasado aspiraciones artísticas-, y a veces, su subjetividad pugna por influir en la mecánica tarea. ¿De qué tarea se trata? ¿Cuál va a ser el destino de los artistas a quienes les corresponde el SÍ?
A juzgar por las reticencias de alguno de los tres personajes, la cosa que está en juego es más bien macabra. Parece ser que, en el pasado, durante un período de vacas gordas, en tiempos -ya lejanos, ay- de “bonanza económica”, de “estabilidad financiera”, de “crecimiento acelerado”, de “créditos a troche y moche”, etc., cierto gobierno bienintencionado estableció un sistema de Premios Vitalicios para artistas destacados en el campo de la literatura, de las artes plásticas, del cine, del teatro, de la arquitectura… Y “el arte florecía por doquier”, especialmente donde “lo regaban con prebendas”. Pero todo eso se acabó, y ahora hay que adelgazar el Estado del Bienestar, cortando por lo sano, si es preciso.
Vitalicios es una obra de humor negro de uno de los dramaturgos españoles más importantes de todos los tiempos, autor, entre otros títulos, de ¡Ay, Carmela!, obra de la que también hay una versión en cartel del Teatro del Barrio con dirección de Yolanda Porras e interpretación de Guillermo Serrano y Paula Iwasaki. La pieza entra en el debate político, en pensiones vitalicias y en herencias de otros gobiernos de épocas de vacas gordas.